No son ciudadanos ni tienen la tarjeta verde (green card) de residencia. Muchos no pueden obtener un permiso de conducir, ni participar en actos sociales, como los de las escuelas de sus hijos. Otros no consiguieron estudiar por no poder acceder a becas. Trabajan jornadas interminables por salarios muy por debajo del valor del mercado. Y no son criminales, por mucho que el candidato republicano, Donald Trump, se empeñe en acusarles. Simplemente, llegaron al país sin documentos.
Después de décadas residiendo en Estados Unidos, este es su hogar. Tienen familias, pertenecen a comunidades, trabajan, pagan impuestos… pero siempre han vivido con el temor de que todo se acabe. Ahora el miedo es mayor. Algunos son beneficiarios de DACA, el programa que da protección a los que llegaron de niños, y otros son elegibles para el programa Manteniendo a las Familias Unidas, pero ambos están paralizados en los tribunales por iniciativas lideradas por el fiscal general de Texas, Ken Paxton, y seguidas por varios Estados republicanos. A ello se suma la amenaza de una deportación masiva, la mayor de la historia, que Trump promete llevar a cabo si el resultado del 5 de noviembre le devuelve a la Casa Blanca. Y no entienden por qué les quieren separar de sus familias.
“Vivo con más miedo a que me deporten, a que me alejen de mi familia. Ahora que mis niños están chiquitos quiero estar el mayor tiempo posible con ellos y ellos tampoco quieren que esté fuera de su vida”, confiesa Guadalupe Sánchez. Mexicano de nacimiento que llegó a Estados Unidos sin papeles hace 24 años. Ahora tiene 42, lleva casado 10 con una ciudadana estadounidense y tiene dos hijos.
Trabaja incansablemente para sacar a su familia adelante, pero vive “en la sombra”, como lo definen quienes residen en el país escondidos de las autoridades para evitar una expulsión que arruinaría la vida que les ha costado décadas construir. Su condición de indocumentado le hace vulnerable a la explotación laboral. Trabaja en un restaurante con jornadas interminables. “Nunca me han pagado de forma honesta. He trabajado 60, 70 y a veces hasta 80 horas a la semana por un sueldo de 600 o 700 dólares. Otros compañeros trabajaban menos horas y ganaban más que yo. Les preguntaba y la excusa de mis empleadores era que no tengo permiso de trabajo”, explica.
Su situación laboral ha empeorado después de que el gobernador del Estado de Florida, Ron DeSantis, endureciera las leyes contra los inmigrantes. “Ahora me dan menos trabajo porque dicen que les pueden multar si llega una inspección”, apunta.
Sánchez se entusiasmó cuando el presidente, Joe Biden, anunció en junio su programa Manteniendo a las Familias Unidas (Parole in Place, en inglés), que concede la residencia a los cónyuges de estadounidenses que lleven más de 10 años en el país. Él era uno de medio millón de indocumentados que podía acogerse al programa. En cuanto se abrió el plazo, lo solicitó. Acudió a la cita para tomar sus huellas y fue notificado que su solicitud se había recibido. Y no se supo más. Hace más de 30 días de aquello y le queda poca esperanza. El programa se ha paralizado en los tribunales por la demanda que el fiscal general de Texas, Ken Paxton, impuso junto con otros 15 Estados republicanos. El juez consideró que el procedimiento fue ilegal por no contar con la aprobación del Congreso. Paxton alega que los migrantes indocumentados están diezmando los servicios públicos del Estado.
“La continuidad del programa aportará 1.500 millones de dólares a la economía de Texas”, calcula Christina Morales, congresista estatal por Houston y vicepresidenta del Caucus Legislativo Mexicoamericano. “Una de las razones por las que Houston es una economía próspera es porque recibimos a los inmigrantes y los conectamos con empleos. El notable logro de Texas de clasificarse como la octava economía más grande en el mundo, sólo es posible gracias a las contribuciones cruciales de nuestras comunidades de inmigrantes”, añade.
Con el Parole in Place, Sánchez vio el cambio hacia una vida más normal, que le permitiera participar en las actividades escolares de sus hijos sin miedo a ser descubierto o hablar con otros participantes de su iglesia sin temor a que le preguntaran cómo había llegado al país. “Nuestras vidas iban a cambiar completamente porque pensaba encontrar un mejor trabajo”. Sus planes, ahora en el aire, eran conseguir otro empleo y estudiar, tal vez electricidad, para asegurar un mejor futuro a sus hijos.
Como Sánchez, miles de cónyuges esperan con ansiedad una resolución que reactive el programa. El juez que lo paró estipuló la fecha del 5 de noviembre, el día de las elecciones generales, para oír a las partes, pero hasta esa fecha está paralizado. La Administración de Biden y varias organizaciones de derechos civiles han recurrido el fallo.
‘No lo amaré si es indocumentado’
Rian Villalobos se queja de los años de papeleo y el dinero que él y su marido llevan gastados para conseguir la residencia. Su esposo llegó indocumentado en 2010 y se casaron en 2016. “Cuando me enamoré de mi esposo por primera vez, en ningún momento me detuve a pensar: será mejor que averigüe su estatus migratorio, porque no lo amaré si es indocumentado. No es así como funciona el amor. No es así como funciona la familia”, explica.
Villalobos afirma haber gastado muchos miles de dólares en solicitudes y abogados, además de haber pasado por “tres administraciones presidenciales e innumerables noches de insomnio”. “La burocracia ha sido devastadora. Cuando escuché por primera vez sobre el programa Mantener a las Familias Unidas, pensé que tal vez finalmente nos beneficiaríamos de algo de justicia”, admite. Ahora se muestra indignado con el cariz político que ha tomado el asunto, con el candidato republicano poniendo la expulsión de los indocumentados como eje de su campaña electoral.
Villalobos reside en Texas, pero creció en un Estado clave en estos comicios, Wisconsin, e intenta influir en sus familiares y amigos para que tengan en cuenta su situación a la hora de votar.
Vivir ‘en las sombras’
También lo hace Claudia Huffer, mexicana que llegó a Estados Unidos con cuatro años y es una de los migrantes beneficiados por DACA. Entró de forma ilegal con sus padres huyendo del miedo “pero el miedo fue todo lo que conocí durante la mayor parte de mi infancia. Mientras crecía, viví en las sombras, siempre mirando por encima del hombro, aterrorizada por lo que podría pasar si se descubriera mi estado”, recuerda.
Cuando cumplió 18 años consiguió cierta tranquilidad al acogerse a DACA “pero mi estatus sigue siendo temporal y vivo con la amenaza constante de que me lo pueden quitar en cualquier momento. Parole in Place fue la primera oportunidad real que tuve para salir de las sombras y asegurar el futuro de mi familia”, afirma. Huffer vive en Texas y lleva cuatro años casada con un ciudadano estadounidense, con quien ha formado una familia. Se indigna con las acusaciones que ha tenido que soportar en los últimos meses. “No somos criminales, no somos una amenaza para este país. Somos madres, somos hijas y beneficiarias de DACA. Somos médicos, abogados y trabajadores que pagan impuestos”, sostiene.
Después de ver las demandas interpuestas por los dos programas que la afectan, Huffer subraya la importancia de las elecciones locales, no solo de las presidenciales, porque “no estaríamos en esta situación si personas como el fiscal general que tenemos actualmente y Cruz –Ted Cruz, senador republicano por Texas – no estuvieran en su cargo ahora mismo”, mantiene.
Un panel de tres jueces del 5° Distrito del Tribunal de Apelaciones de Nueva Orleans escuchó los argumentos el 10 de octubre de quienes defienden levantar el veto al programa que protege a los dreamers de ser expulsados. A las puertas del tribunal unas 200 personas se manifestaron al grito de “Home is here” (éste es mi hogar). El programa fue paralizado en septiembre de 2023 por el juez Andrew S. Hanen, quien ya en 2021 lo había declarado “ilegal”. Si el panel reafirma su “ilegalidad” el caso acabaría en el Tribunal Supremo, donde los jueces conservadores son mayoría y donde la protección de más de medio millón de personas que llegaron al país de niños hace décadas podría eliminarse, dando vía libre a su deportación.
‘Ya no podemos hacer planes’
Gabriela Justo es una de los afectados. “Al quitar DACA no hay muchas opciones. Si regresamos a nuestros países no sabríamos donde ir, llevamos muchos años fuera”, admite. Esta mexicana de nacimiento lleva la mitad de sus 31 años en Estados Unidos. Vive en Atlanta y trabaja como asistente de médico. Es a lo que pudo llegar por ser indocumentada. “Empecé la carrera de medicina, pero no podía pagarla y por la falta de papeles de mi familia no pude acceder a una beca”, cuenta. Justo cruzó la frontera con sus padres con la ayuda de coyotes, y tiene vivo el recuerdo del traumático viaje a pie, en el que se dislocó la rodilla y su padre tuvo que recolocar. Su novio también era beneficiario de DACA, pero no pudo renovarlo por no tener los 500 dólares que hay que abonar cada dos años. Entre los dos empezaron un pequeño negocio de joyería, pero los reveses judiciales dejan en el aire futuros planes. “Desde que llegamos hemos trabajado, pagado impuestos, seguido las reglas. Nuestro plan era tener un futuro mejor. Ahora ya no podemos hacer planes”, admite.
Mientras los tribunales deciden el futuro de medio millón de personas sujetas a DACA y otro medio millón de beneficiarios del programa Manteniendo a las Familias Unidas, los afectados y sus familiares no se rinden. Rian Villalobos lanza un mensaje: “Estamos aquí. Somos muchos. Estamos organizados. Tenemos redes, tenemos recursos, tenemos voces, votamos. Nos negamos a vivir con miedo y, como cualquier otro estadounidense, nunca toleraremos ataques a nuestras familias”.
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