Independientemente de lo que decida la Justicia, Yoon Suk-yeol será recordado como uno de los presidentes surcoreanos más impopulares y posiblemente como el que más daño ha hecho a la pujante imagen exterior de su país tras declarar, de manera pasmosa y con argumentos propios del macartismo, la ley marcial.
Andrés Sánchez Braun / EFE
Cuando Yoon ganó las primarias del conservador Partido del Poder Popular (PPP) para las presidenciales de marzo de 2022, muchos vieron paralelismos con la irrupción de Donald Trump en la política estadounidense.
El PPP y sus votantes estaban convencidos de que esta figura, un fiscal ajeno a la política que había enjuiciado a grandes empresarios, ministros y hasta presidentes bajo el lema «no debo lealtad a nadie», arrasaría a los liberales en los comicios.
Pero su campaña electoral, plagada de meteduras de pata, encontronazos con la ejecutiva del PPP y acusaciones de corrupción contra su mujer, Kim Keon-hee, dilapidó la ventaja que atesoraba en las encuestas y supuso un anticipo de lo que sería su mandato.
Poco importó que Yoon acabara ganando con una diferencia de votos ínfima, el 0,7 %, y gracias en parte a la impopularidad de su rival, Lee Jae-myung, y de una reforma en vivienda de última hora del Gobierno liberal saliente.
Desde el arranque de su mandato comenzó a demostrar que iba a ignorar a la mitad del país que no lo había votado -en especial a las mujeres- y a exhibir ademanes de líder autocrático y supersticioso.
Su primera decisión fue el costoso traslado de la Oficina Presidencial, ligado a las creencias geománticas de un presidente al que se ha asociado con videntes y al que se le ha visto un carácter chino -el que significa «rey», ni más ni menos- pintado en la palma de su mano, lo que viene a ser un dibujo-talismán en la tradición chamánica coreana.
El peso de la primera dama
La figura de Yoon no se puede entender sin su mujer, Kim Keon-hee (los surcoreanos se refieren coloquialmente a la pareja como «Yoon Keon-hee»), un continuo lastre para la popularidad de un líder que a los tres meses de mandato ya era el peor valorado de toda la OCDE.
Esta empresaria del mundo del arte, 12 años más joven que él, y procedente de una familia a la que salpican escándalos de corrupción inmobiliaria (su madre estuvo presa un año), nunca conectó con los surcoreanos, que la ven distante y con ínfulas aristocráticas.
Lo cierto es que los escándalos se le amontonaron: acusaciones de plagio académico, de recibir un bolso de Gucci como soborno, de manipular acciones o de entrometerse en asuntos de Estado.
Si Kim sigue indemne es gracias a la aparente influencia que Yoon aún ejerce sobre la Fiscalía y a la cantidad de vetos presidenciales de los que ha hecho uso su marido para desestimar las mociones que el Parlamento presentó para que se la investigara.
Muchos creen que su obsesión por proteger a Kim, unido al creciente acoso que ejerció sobre ella la oposición, son dos factores clave detrás del razonamiento de Yoon para declarar la ley marcial.
Una «camarilla» al mando de un país
Otro factor de peso es que el presidente decidiera rodearse de compañeros de estudios nombrando a varios para su Gabinete (Interior y Defensa) y cargos de responsabilidad militar, formando así una camarilla que al parecer contribuyó a reforzar todos sus prejuicios y paranoias y lo ánimo a decretar el estado de excepción.
Eso no quita para que Yoon se mostrara siempre incapaz de buscar consensos (tardó dos años en reunirse con el jefe de la oposición), lo que enardeció aún más a una oposición que al tener el control del Parlamento hizo todo lo posible para acorralarle.
A esto se suma una obsesión con el «peligro rojo» propia de alguien que parece vivir en otra época -la misma en la que creen vivir sus escasos seguidores, casi todos nacidos en dictadura y ya jubilados- y que le llevó a emplear cada vez más un vocabulario propio de los youtubers surcoreanos de ultraderecha, a los que al parecer visionaba con creciente avidez.
Incluso su acercamiento -carente de consenso político y social- a Tokio, movimiento siempre delicado en un país que sufrió 35 años de colonización nipona, o su postura más asertiva con Pionyang y Pekín, decisiones todas ellas bien recibidas por países afines, corren ahora el riesgo de quedar en papel mojado.
«El príncipe en Washington era realidad una rana en casa», recuerdan siempre que pueden los surcoreanos, sabedores de que toda herencia que deje Yoon, el hombre que mancilló en la arena internacional la rutilante imagen del país y volvió a sembrar dudas sobre la fortaleza de su democracia, va a ser tratado ahora como un desecho apestado.
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