Sucedió hace 10 años, un 18 de enero de 2015, con Argentina ingresando en la recta final del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. De repente, el país entero se sacudió: habían encontrado muerto en su apartamento al fiscal Alberto Nisman, a cargo de la investigación del atentado a la AMIA que, en 1994, dejó 86 muertos, pero del que todos hablaban porque al día siguiente debía presentarse ante el Parlamento para explicar por qué denunciaba a la presidenta por traición a la patria.
Nisman nunca se presentó en el Parlamento, un balazo en la sien lo impidió. Fernández de Kichner demoró poco en hablar públicamente de asesinato («No tengo pruebas, pero tampoco dudas»). Una década después, la causa judicial lleva el título de Homicidio. A Nisman lo asesinaron para que no hablara y, una vez muerto, se hizo todo lo posible para entorpecer la investigación: 88 personas entraron en el apartamento de dos habitaciones y pisotearon y embarraron la escena del crimen, hasta tal punto que la policía solo identificó las huellas dactilares… de un policía.
«El Gobierno tenía miedo a la información del fiscal Nisman», dijo durante una entrevista con EL MUNDO Daniel Santoro, el periodista que con más detenimiento y persistencia investigó la muerte de Nisman. El fiscal debía esclarecer lo sucedido el 18 de julio de 1994, cuando la mutual judía AMIA, en el centro de Buenos Aires, fue destruida por una camioneta bomba suicida. La Justicia argentina determinó que Irán, incluyendo a algunos de sus representantes diplomáticos en Buenos Aires, estaba detrás del atentado. Así, sobre varios jerarcas iraníes pesaban alertas rojas de Interpol para que fueran detenidos. Hasta que un día el Gobierno argentino pidió que se anularan esas alertas rojas.
¿Qué había pasado? Fernández de Kirchner había sido persuadida por Hugo Chávez, por entonces presidente de Venezuela, de que en el inminente cambio geopolítico mundial, Irán sería una fuente de poder. El canciller de la presidenta peronista, Héctor Timerman, se reunió en secreto con emisarios iraníes en la ciudad siria de Alepo y se firmó un memorándum en el que Argentina cedía la jurisdicción a Irán para que el régimen islámico juzgara a los acusados.
«Es un escándalo lo que hicieron, y eso va a llevar este año a la peor foto que puede tener Cristina, sentada en el banquillo de los acusados por traición a la patria», recordó Santoro. «El único instrumento que tenía el Estado argentino, que carece de un servicio de inteligencia de la potencia de la CIA o el Mossad, eran las alertas rojas de Interpol. Sin ellas, se caían todas las esperanzas de esclarecer lo sucedido en 1994″.
Santoro menciona la denuncia de Jaime Stiuso, clave en los servicios de Inteligencia argentinos: «Hugo Chávez le pidió a Néstor Kirchner reanudar las relaciones diplomáticas al máximo nivel con Irán y retomar la cooperación nuclear, y Kirchner le dijo que no. Tres meses después de la muerte de Néstor, Timerman ya estaba en Alepo. Chávez se lo pidió a Cristina, porque la base de la penetración iraní en América Latina es Venezuela. Hay muchos iraníes que circulan por América Latina con pasaportes venezolanos auténticos».
10 años después, el Gobierno de Javier Milei acelera en un cambio importante del ordenamiento legal para permitir el juicio en ausencia. Así, la Justicia argentina podría condenar a los altos cargos iraníes y ofrecer algo más cercano a una reparación, aunque tardía y simbólica, a los familiares de los asesinados.
En paralelo a la causa Nisman resurgen dos preguntas: ¿cómo lo mataron? y ¿quién lo mató?
No hay respuesta clara aún para la segunda pregunta, pero pese a todos los esfuerzos que hizo el Gobierno peronista de entonces para complicar la investigación, hoy se saben cosas que no se sabían hace 10 años.
«Hay seis jueces y fiscales de instrucción que suscribieron que fue un asesinato. Y el fiscal tiene procesado a Diego Lagomarsino«, añade Santoro.
Lagomarsino es un personaje clave en esta historia. Técnico informático, se acercó a Nisman hasta ganarse la confianza del fiscal. El último día de la vida de Nisman, Lagomarsino viajó desde su casa, al norte de Buenos Aires, hasta el centro de la ciudad para entregarle una pistola Bersa calibre 22. De ese arma salió la bala que mató a Nisman. Lagomarsino alega que el fiscal se sentía inseguro y que quería tener un arma consigo para proteger a sus dos jóvenes hijas, con las que había estado hasta días antes de vacaciones en España, y de las que volvió precipitadamente para acelerar la presentación de la denuncia contra la presidenta. Las sospechas de que Lagomarsino era un miembro inorgánico de los servicios de Inteligencia son amplias, y la presunción de que sirvió para tener controlado a Nisman y facilitar el asesinato, también.
Hay otro personaje clave, Sergio Berni, por entonces secretario de Seguridad y muy cercano a la presidenta. Los registros demuestran que en aquellas horas, la jefa del Estado y el alto cargo hablaron 31 veces por teléfono, antes y después de conocerse el asesinato. En simultáneo, miles de conversaciones telefónicas entre otros espías en la profundidad veraniega de un domingo de enero. Algo absolutamente inusual.
Berni está procesado por la Justicia, que quiere esclarecer cómo un alto responsable de la seguridad del Estado arruinó la escena del crimen con el barro de sus botas y fue una de las 88 personas que convirtieron en un aquelarre el apartamento de Nisman, donde yacía el cadáver sobre un charco de sangre en el baño.
«El arma que mató a Nisman estaba debajo del hombro izquierdo del cuerpo, junto a la bañera, una posición imposible para alguien que presuntamente podría haberse suicidado con la mano derecha, de pie frente al espejo», relata Héctor Gambini, otro periodista de Clarín que lleva una década investigando la muerte de Nisman y aportando revelaciones importantes, entre ellas la absoluta desprotección de Nisman en aquellas horas: sus custodios lo habían dejado solo.
«Todo el procedimiento parecía estar siendo filmado por las autoridades, pero la grabación se interrumpe cuando tienen que levantar el arma, que luego aparece sobre el bidé y, más tarde, sobre una de las mesas de luz de la cama de Nisman. Mientras todo eso ocurría, Berni caminaba por el departamento hablando con Cristina Kirchner. De las 31 veces que habló con ella aquella noche, cinco fueron directamente desde la escena del crimen».
Clarín publicó recientemente la lista de las 88 personas que pisotearon las pruebas del delito en aquellas horas en que el país tembló: «Y podrían ser más».
Santoro cree que será difícil llegar a los autores intelectuales y materiales del delito. «Se perdió un año, el primero, muy valioso. Una vez que se encontró muerto a Nisman, el prefecto a cargo llamó a la Justicia penal ordinaria, en vez de a un fiscal federal para que asumiera la investigación».
Así, la causa quedó en manos de una fiscal inexperta, Viviana Fein, y todo lo que se podía hacer mal se hizo mal. O quizás muy bien, demasiado bien.
Un ataque cardíaco y el intento de quemar ‘Clarín’
La investigación del caso Nisman no le salió gratis a Santoro, ganador hace más de dos décadas del prestigioso premio María Moors Cabot. «En el año 2019, Cristina Kirchner me quiso meter preso, me acusó en el Senado de ser un espía ruso porque estoy casado con una rusa, y después me acusó de espía de la CIA. Yo no soy tan inteligente, tan versátil, para ser un doble agente de los dos mejores servicios de inteligencia…», ironiza con una sonrisa triste el periodista. «Me procesaron, me embargaron, me dio un infarto, no me dejaron salir del país. Todo eso está anulado, no es cierto, pero demuestra que Cristina tiene una máquina de romper el prestigio de los periodistas que funciona muy bien. Durante su Gobierno, el jefe del Gabinete de Ministros rompió en una rueda de prensa un ejemplar de Clarín, y poco después lanzaron ocho bombas molotov contra el diario. Querían quemar Clarín, concluye Santoro, que acaba de publicar un libro: Nisman, anatomía de un crimen (Emporio Ediciones, 2024).
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