A bordo de una destartalada embarcación dedicada a extraer oro del lecho de un río de la Amazonía brasileña, Zé deposita en una báscula minúscula el último pedazo de metal precioso que acaba de fundir.
“27,2 gramos!”, exclama mientras muestra en la palma de su mano una esfera dorada, refulgente al sol de la tarde.
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Las aguas están muy tranquilas en este aislado paraje de la mayor selva tropical del planeta, al que la AFP llega en bote desde un embarcadero a 200 kilómetros de la ciudad más cercana
Desde la cubierta de la draga, escondida entre dos recodos de un río de aguas marronosas y orillas peladas del estado de Rondonia (norte), Zé (su nombre es ficticio) y los otros cuatro tripulantes alcanzan a ver columnas de humo y troncos calcinados por los peores incendios de los últimos años motivados por el avance de la deforestación en la región.
En medio del revuelo mundial causado por las llamas, la comunidad ambientalista internacional culpa a los mineros ilegales, junto a madereros, hacendados e invasores de tierras, del “ecocidio” que sufre esta área del tamaño de Europa, vital para el futuro del planeta.
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“Si el gobierno nos legalizara, no seríamos vistos como bandidos. Generaríamos renta, trabajaríamos con contrato”, defiende este joven fibroso y de baja estatura, todavía con el soplete en la mano con el que limpió el metal de impurezas.
“No tenía mucha opción. Me quedé sin trabajo, y en este país ya sabes”, agrega. “Este país” es Brasil, con 12 millones de desempleados y un altísimo nivel de trabajo informal.
“La riqueza tiene que ser explotada”
Su deseo podría convertirse en realidad, si el presidente Jair Bolsonaro, partidario de abrir las zonas protegidas a actividades extractivas, acaba legalizando el ‘garimpo’, la minería manual o mecanizada de pequeño porte que está en el ADN de los brasileños desde la época de la colonia portuguesa.
“Yo creo que si hay minerales, si la tierra tiene riqueza, tiene que ser explotada”, comenta Zé.
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La frase parece sacada de los labios de Bolsonaro, quien confesó que en los ratos libres de su juventud, practicaba ‘garimpo’ manual, con batea, una actividad que en teoría está regulada por el Estado.
De unos veinte metros de eslora, la draga, de dos pisos, puede considerarse de pequeña o mediana minería. La tranquilidad con que trabaja el grupo de Zé deja entrever que los controles son una excepción. Otra embarcación similar trabaja a medio kilómetro río adentro.
Una gran tubería conectada a una bomba succiona la tierra del fondo del río, que luego pasa por una serie de procesos de separación hasta dar con el oro en bruto.
Los ambientalistas denuncian que el uso indiscriminado de mercurio, que actúa como un imán para separar el metal, causa daños ambientales irreparables.
“Aquí reutilizamos el mercurio. No lo tiramos al agua”, asegura.
“Siempre se contamina un poco, no te digo que no. Con el apoyo del gobierno, contaminaríamos todavía menos”, insiste.
‘Gran hermano’ en el paraíso
En esa zona, la codicia de muchos ha dejado las arcas del lecho del río prácticamente vacías.
Eso vuelve el trabajo mucho más duro, con jornadas de sol a sol para que el oro que venden a cooperativas les deje ganancias.
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“Estos 27,2 gramos nos da para pagar el combustible. Tenemos que sacar por día una media de 50 o 60 gramos para ganar”, explica Zé mostrando de nuevo la pieza que acaba de fundir.
Aún así, compensa. El salario medio de Zé es de 3.000 a 4.000 reales (entre 730 y 975 dólares), el equivalente a tres o cuatro salarios mínimos, suficiente para mantener a su mujer e hijo (que viven en la ciudad más cercana).
Los cinco operarios y la cocinera que forman la tripulación conviven en la draga sin bajar de ella y se turnan en un esquema de 30 días de trabajo y 10 de descanso.
Es una especie de ‘Gran Hermano’ sin cámaras y en un entorno de postal. En el piso inferior desarrollan su labor. Arriba, hay una cocina, un baño y tres camarotes. Ni teléfono, ni televisión ni internet.
“Mejor, así no nos distraemos y trabajamos más”, bromea uno de ellos.
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