Hay que cruzar un ala universitaria de aura fantasmal para llegar a donde está sentada la profesora venezolana Delvis Morales Vílchez, de 34 años.
Por Gustavo Ocando Alex / voanoticias.com
No hay electricidad. Los pisos y paredes están mugrientos, llenos de polvo grueso y de hojas viejas. El techo está inundado de filtraciones de agua. Abundan puertas de madera podrida en la entrada de los salones.
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Un murciélago y un perro de la calle deambulan entres los pasillos lúgubres de la Facultad de Ingeniería de la Universidad del Zulia, en cuyo segundo piso la docente ojea, concentrada, dos libros abiertos a plenitud sobre un mesón.
Esa es su pasión, dice. Estudiar, leer, enseñar.
Hace tres años, ganó un concurso para dictar la cátedra de Física I en la Facultad de Ingeniería de la Universidad del Zulia, una institución pública de 126 años, ubicada en la ciudad de Maracaibo, en el occidente de Venezuela.
Hoy, admite, su vocación riñe con la resistencia de su bolsillo.
Casada y madre de tres hijos, Morales Vílchez recibe una paga quincenal aproximada de 50.000 bolívares, que incluye sueldo, bonos alimentarios y primas.
Es el equivalente a cinco dólares por 136 horas mensuales de clases, asesorías y corrección de evaluaciones, todo ello en un país con una inflación anualizada de 135.379 por ciento, según la comisión de Finanzas del Parlamento venezolano.
Su salario se esfuma en un instante.
Sus ingresos de un mes sirven para comprar en un minuto un kilo de harina de maíz y un kilo de queso blanco. Son, como los llama, una “semilla” con los que adquiere insumos para la empresa de mantenimiento de equipos médicos que fundó con su esposo.
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“Ahorita, mi sueldo es algo ilusorio. Me parece frustrante, porque formamos profesionales y no nos da para mantener a nuestra familia”, expresa, vehemente, apoyada en el mesón frente a sus libros.
La capacidad adquisitiva de decenas de miles de profesores de 42 universidades autónomas, públicas y experimentales en Venezuela se fue en picada hace un año.
En agosto de 2018, el gobierno en disputa de Nicolás Maduro definió el salario de los docentes de las instituciones de estudios superiores debatiendo exclusivamente con gremios simpatizantes del poder ejecutivo.
El resultado fue una tabla salarial única para todos los empleados del sector público, donde incluyeron a los profesores universitarios.
Los sueldos, según el tiempo de servicio, rondan entre los 69.000 y los 140.000 bolívares, esto antes de que el gobierno en disputa de Nicolás Maduro publicara que el nuevo salario mínimo mensual es de 150.000 bolívares.
Los gremios universitarios aún esperan por la aclaratoria de cuánto ganarán sus representados de acuerdo con sus tablas de cargos y tiempos de dedicación a la docencia tras el anuncio.
Al menos hasta finales de septiembre, un profesor universitario de dedicación exclusiva a tiempo completo gana, como máximo, siete dólares al mes.
Lourdes Ramírez de Viloria, presidenta de la Federación de Asociaciones de Profesores Universitarios de Venezuela, Fapuv, opina que es una “debacle”, que ha ido agravándose progresivamente a medida que se exacerba la hiperinflación.
“Tenemos una canasta básica que supera los seis millones de bolívares. Esto pasó de ser una emergencia humanitaria completa, como le decimos, a una catástrofe”, apunta.
Sus representados reciben salarios “de indigencia”, denuncia.
En tiempos recientes, se han viralizado en las redes sociales los mensajes de profesores universitarios compartiendo imágenes de sus calzados desgastados o expresando su frustración por no haber podido comprarse siquiera ropa interior.
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“Hay gente que está pasando hambre”, remarca Ramírez de Viloria. “No nos alcanza para comer, ni para vestirnos, ni para cubrir las necesidades de nuestras familias”.
En 2015, había 45.000 profesores universitarios agremiados en Venezuela, antes de que iniciara una ola migratoria nacional. Fapuv estima que entre 30 y 40 por ciento de ellos migró o se dedicó a otros oficios por culpa de la crisis económica.
Muchos renuncian antes de movilizarse fuera del país, pero otros simplemente abandonan sus puestos o solicitan años sabáticos para irse a otras naciones.
Quienes deciden permanecer en Venezuela se ven obligados a procurar oficios extra curriculares.
Combinan sus horas de clase con asesorías de tesis de grado o actividades vinculadas al campo académico y hasta trabajan en otros empleos, como taxistas, vendedores de tiendas en centros comerciales o agentes de la economía informal.
La crisis es tan profunda que los acompaña hasta la jubilación.
José Villa, profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de LUZ, espera desde 2015 por su cheque de retiro tras un cuarto de siglo de docencia.
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El monto de su liquidación es hoy irrisorio: 30 bolívares. No 30 mil, ni 30 millones. Treinta bolívares, es decir, ni siquiera un céntimo de dólar estadounidense.
Ocurre que el gobierno en disputa de Nicolás Maduro eliminó el año pasado cinco ceros a la divisa nacional como parte de la segunda reconversión monetaria en el país en 12 años.
Y así, de un plumazo, los 30 millones de bolívares de la jubilación de Villa se convirtieron en 30 bolívares.
El profesor soñaba con que sus prestaciones sociales acumuladas durante 25 años de servicio serían suficientes para cumplir su sueño: viajar a Barcelona, España, a ver jugar a su equipo favorito de fútbol, el Barcelona FC del argentino Leo Messi.
En cambio, planifica la demanda legal que interpondrá contra el Estado venezolano ante los tribunales locales y la Organización Internacional del Trabajo en cuanto reciba un pago sin ajustes ni cálculos por inflación tras cuatro años de espera.
Educar en la universidad venezolana era, hasta la primera década del siglo XX, símbolo de estatus y estabilidad económica. Los salarios de los profesores, equivalentes a 2.000 dólares, rendían entonces.
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Sus instituciones de previsión médica odontológica y de ahorros y préstamos operaban con eficacia. Los jubilados aguardaban sus liquidaciones para comprar viviendas, adquirir vehículos o emprender viajes intercontinentales.
Aquellos tiempos quedaron atrás.
“Ahora, trabajar 25 años no garantiza ni la vejez”, asegura Villa, exdocente de la Universidad del Zulia, una “alma máter” que reportó una matrícula de 60.000 estudiantes de pregrado y postgrado y una nómina de 6.000 profesores.
Como muchos de sus colegas jubilados, ha empeñado parte de sus pertenencias para sobrevivir, cuenta. “Ya no tenemos ni prendas (de oro). Las hemos vendido”, dice.
Esa zozobra económica la comparten las generaciones nuevas y las experimentadas.
Carlos Espinoza, profesor en formación, recibe pagos quincenales de 33.000 bolívares o un dólar y medio por ayudar a dictar entre ocho y 10 horas diarias de clases de Estática, Dibujo Técnico y Dinámica en la Facultad de Ingeniería de LUZ.
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“Uno siente desilusión luego de todo el esfuerzo de cada mes”, confía.
El joven profesor no se rinde, sin embargo. “Quiero seguir dando clases por los estudiantes”, afirma.
La profesora Morales Vílchez jura, ante sus libros de Física y Electromagnetismos, que tampoco desea retirarse ni migrar.
Espera que su sueldo mejore de golpe algún día. Se aferra a esa fe con la misma firmeza con que se sujeta a sus textos contra el pecho mientras los recoge del mesón.
“Entrar a la universidad era mi sueño. Esta es mi vocación”, dice, tajante, antes de partir entre aquellos pasillos de mugre y oscuridad.
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