Los expresidentes Lula da Silva y Cristina Kirchner transforman sus respectivos juicios en causas políticas. Una estratagema hábilmente cínica para mantener el apoyo de sus seguidores dentro y fuera de sus países y conseguir impunidad.
Pedro Benítez / ALnavío
“A mí me absolvió la historia y me va a absolver la historia y a ustedes seguramente los va a condenar”, ha proferido este martes Cristina Fernández de Kirchner en su comparecencia ante los miembros de uno de los tribunales que la juzga y del fiscal que la acusa, realizando así su propia versión de aquella frase de Fidel Castro en 1953.
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Con el renovado poder político que le han conferido las urnas electorales, la vicepresidenta electa de Argentina convierte su causa judicial en una batalla política sin cuartel. Su alegato consiste en decir que los 10 procesos judiciales que tiene abiertos por distintos motivos, así como los que involucran a sus hijos (a su hija Florencia le descubrieron seis millones de dólares en efectivo en su caja de seguridad), son parte de una persecución política de aquellos que quieren acabar con los procesos democráticos y populares de América Latina y entregar la región al Fondo Monetario Internacional (FMI).
Un poco más al norte, el expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva se viene defendiendo en las ocho causas que tiene abiertas en la justicia de ese país (acaba ser absuelto en una del cargo de asociación para delinquir) con el mismo argumento. La coincidencia no es casualidad. Lula da Silva y Cristina Kirchner se consideran (y son) parte de la misma causa continental desde hace tres lustros.
Suramérica entra en una nueva temporada de la larga trama de la internacional de la corrupción latinoamericana con los roles protagónicos de estos dos expresidentes.
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Sus causas judiciales son independientes una de la otra, pero con un mismo hilo conductor en la política. Una parte de la izquierda mundial, la más radical, la más movilizada, la más ruidosa, esa misma que no titubea en respaldar a Nicolás Maduro, le ha estado brindando su apoyo incondicional a los dos. No importa que estén desafiando a las instituciones de sus países con las consecuencias que esa conducta a futuro pueda tener.
Tampoco importa el millonario enriquecimiento evidente, no justificado y de paso admitido por la familia Kirchner y algunos de sus allegados políticos; la red de sobornos; las bolsas de dinero escondidas en conventos; o la sospechosa muerte en enero de 2015, por un tiro calibre 22, de un fiscal que cinco días antes la acusó a ella y su canciller Héctor Timerman por encubrir a los prófugos iraníes en la causa AMIA.
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