Hacen hoy exactamente ocho semanas que mi marido, mi hijo, el perro y yo llegamos a Palma de Mallorca, decididos de una vez por todas a estar cerca de hijos, nietos y resto de parentela que vive aquí, y de paso disfrutar de buenas playas y de los maravillosos 320 días de sol al año que iluminan la isla que eligieron Robert Graves para morir y Chopin y George Sand para amarse.
El paraíso en la tierra, si existe. Fue el mediodía del 23 de enero. Jamás olvidaré esa fecha porque junto a la de mi casamiento y la llegada de mi hijo, son las más importantes de mi vida. Fue una fecha largamente soñada y acariciada, como las otras. Y como las otras, no fue fácil alcanzarla.
En los dos meses finales de la estadía en la Argentina pasó de todo. Y dentro de ese “todo”, mi marido Aldo estuvo dos semanas internado en el Británico con una infección derivada de una operación de columna de hace varios años y la casa no se vendía. Velas, rezos, promesas, la cuestión es que una semana antes de partir de nuestro hogar en la calle Defensa (frente al maravilloso Parque Lezama) tenía nuevos dueños y Aldo estaba de alta con mejor salud que nunca.
Palma nos recibió con temperatura de primavera y el sol que prometía. Divina, impresionantemente divina. Para nosotros, como para tantos, el coronavirus era una historia lejana, allá en China, que iba a pasar lejos, como fue la gripe Aviar, o el SARS, que era grave también recuerdo y que en el diario La Nación lo habíamos cubierto profusamente. Pero era “allá”, lejos. Y fue, y terminó, y tal. No sería como lo pensábamos pero no lo sabíamos, y estábamos felices.
No nos importaba siquiera todo lo que habíamos dejado, vendido, regalado y tirado, que fue muchísimo. Nos mudamos solo con dos valijas cada uno y tres carry on. Aún hoy me impresiona cómo hice para desprenderme de tanto, y también me pregunto si ese despojo, ese desapego a lo Marie Kondo, tiene algo que ver con este tsunami que vino después, este tiempo inefable de reflexión obligada, cuando de repente lo superfluo se nos volvió tan lejano y hasta pecaminoso. Metí en las valijas el diez por ciento de mi ropa, algunas lapiceras que adoro, el reloj que me dejó mi madre, algunas cositas de oro que me acompañan hace décadas, un par de carteras buenas y no mucho más. A los muchachos los conminé a hacer algo parecido.
De todo lo que había en esa casa enorme e inolvidable que fue Defensa elegí lo que me encantaría traer conmigo pero no podía porque la consigna era concreta: nos vamos con poco con y Machito en el transportín. ¡NADA MAS! Todo eso que tanto amaba y me costaba abandonar lo legué a mis amigos más caros, a aquellos que están siempre en mi corazón, vaya donde vaya. La fotografía que le hice a Ray Bradbury cuando lo entrevisté en su casa de Beverly HIlls, un libro de García Marquez que él mismo me había autografiado, mi mantón de Manila, manteles bordados, en fin, cosas mías de toda una vida que yo amaba. A cada uno le dejé un “souvenir” con una carta escrita a mano explicándole porqué había elegido ese objeto para él. Escribí 35.
Rompí centenares de fotos, aunque de muchas hice copia con el teléfono. Del casamiento conservé una decena que podrían ir a un portarretratos, el resto al cesto. Tiré toda la correspondencia que se había salvado de la gran limpieza que ya había hecho en el año 2000. Cartas de mi madre y de amigos muy queridos que guardaba como algo muy preciado pero que sentía que ya tenía que dejar ir. No fue fácil, nada fácil, pero sentía que debía hacerlo, y lo hacía cuando estaba sola porque nadie se animaba a presenciar un acto semejante. Una caja de libros que traeré de a poco y un par de bolsitos quedaron a resguardo de una amiga generosa. Tenía una necesidad imperiosa de dejar cosas, de regalar, vender o tirar. Quería poco peso. Y así llegamos hace dos meses. Aunque hoy siento que hace años.
El primer mes fue como si estuviéramos de vacaciones. La ciudad es bellísima y el sol que te baña cada día te energiza. Todo es lindo, la gente amable y el clima increíble. Esto le escribí en un mail a mi amigo Jorge Fernández Díaz a principios de febrero: “Sacar tres veces al día a pasear a Machito me pone de buen humor. Hago ejercicio, tomo sol y aprovecho para serenar la cabeza y pensar rumbos a seguir. Luego de la primera vuelta lo dejo en casa y salgo a caminar una hora y media. Veo que la gente disfruta su vida con sus temas y sus intereses, tan diferente a lo que vivimos en Buenos Aires, intoxicados de información y grieta. La sociedad del bienestar contra la sociedad del malestar, como diría otra de mis queridas amigas, Liliana Morelli. Sentirme a salvo, segura, hasta libre te diría me relaja mucho. Hasta ahora me siento así, de vacaciones y como flotando. Dolce far niente a pleno. La ficha caerá quizá en marzo”.
Y cayó. Pero no como yo imaginaba. Fue El Cisne Negro. Jamás imaginé vivir algo así. En apenas días esta isla luminosa, sofisticada y con el sol más radiante que haya visto jamás trocó en un lugar silencioso y de calles solitarias, con un paisaje tan despojado de humanidad como un cuento de ciencia ficción o una escena de Years and Years.
Además, cuando pasa algo así no se lo ve igual desde plena Europa que desde la Argentina. Acá todo suena mucho más fuerte.
Fueron días, tres o cuatro y de golpe lo que dijo Matteo Renzi, el ex premier italiano, el miércoles 10 pasado, se hizo realidad. “En una semana España estará como nosotros”. Y así fue. En ese momento Aldo y yo paseábamos por el puerto de Pollenca donde el tiempo estaba tan divino que la gente caminaba descalza por la rambla, tomábamos café al sol como si nada y comprábamos zapatos en el outlet de Camper que descubrimos en Inca, en en el centro de la isla. Éramos felices… Y no nos dabámos cuenta.
Al día siguiente teníamos planeada una comida en casa para 15. Guiso de lentejas y cheesecake de limón para festejar un par de cumpleaños y, de paso, que yo ya tenía mi green card comunitaria, lo que no es menor. Pero el relato de una médica que trabaja en un centro de salud balear y que esperaba turno mientras yo me hacía las manos el jueves 11 me hizo cambiar bruscamente los planes. Contó todo lo que pasó luego: el cierre de los colegios, el parate de bares y restaurantes, que no había que tomar transporte público, que quizá había muchos más contagiados de los que se declaraban, que todo iba a cerrar, etc etc. Un panorama de terror. Me llevó nada tomar la decisión pese a que me encanta cocinar y recibir en casa. Mensaje de Whatsapp urbi et orbi y chau reunión. Decreté el confinamiento familiar voluntario antes que el presidente Sanchez, fui a casa y partimos con Franco al super “a por vituallas”. Dos horas más tarde se declaraba el estado de alarma.
De golpe, el paraíso con palmeras y aguas cálidas como en Saint Martin pasó a modo 1ro de año perpetuo. El día de la marmota. Todo cerrado a cal y canto. Las persianas bajas menos las de las farmacias, los supermercados y otros negocios de alimentos. Cruzando la calle, el centro de Salut Son Pisá abierto día y noche. A la mañana temprano, con una docena de ambulancias a la puerta que enseguida se dispersan en distintos sentidos. Quién sabe para qué. Quizá para una asistencia a domicilio. Quizá para rescatar a una persona mayor que está grave. Dios lo sabrá. Estado de emergencia.
Esos dos o tres primeros días fueron de locos. La gente vaciaba los supermercados. Y arrasaba con todo el papel higiénico que encontraba al paso, ignoro por qué tanto y por qué de papel higiénico y no carne o salchichas, o jabón. Se agotaron el alcohol en gel, los guantes de latex y los barbijosl. De casualidad conseguí tres a ¡¡¡11 euros cada uno!!!
Ahora ya no hay nadie en la calle. Algunos hacemos la vuelta del perro, que lo tenemos permitido. Otros, poquísimos, van a super con la bolsa y la mascarilla puesta. La policía, en motos y furgonetas, controla que nadie esté fuera sin motivo estrictamente necesario. En algunas calles del centro, como la peatonal Blanquerna o frente a mall Porto Pi está el Ejército de patrulla. Muy educados, en todo momento actúan cuidando a la gente. Y la gente los trata con afecto y respeto. Nadie discute las normas, aunque claro siempre hay algunos pero son los menos. Nadie quiere sacar los pies del plato. Hay temor, tensión, preocupación, miedo. Mi prima que vive en el Piamonte me lo dijo clarito en un Whatsapp: “Questo e peggio che la guerra” (Esto es peor que la guerra).
Desde el viernes pasado todos los días son exactamente iguales, salvo por las cifras de contagiados. Hoy ya hay 246 contagios, 10 altas, 4 muertos en la islas Baleares (1, 2 millones de personas en Mallorca, Menorca e Ibiza) Crecen los barbijos. La chica del local que vende diarios y revistas arrastró el mostrador hasta la entrada y le puso un cartel: No pase, yo salgo. Atiende con barbijo y guantes. Casi no nos miramos. Todos tratamos de estar a un metro y de no tocarnos. Nos cuidamos unos a otros. En el ascensor del edificio cuatro chicas que viven en el tercero se ofrecen a hacer las compras o pasear las mascotas de la gente mayor que no puede salir. Los taxistas de la islas llevan gratis a los médicos a atender a domicilio.
Necesito naranjas y cebollas y paso por la verdulería de Babhu, hindú (acá este rubro lo manejan los que vienen de la India como en la Argentina lo hacen los bolivianos), y desde la caja me piden que me ponga guantes de nylon para tocar la mercadería, si no le aplican una multa de 250 euros. NAdie se queja, nadie dice nada. Babhu también lleva guantes, pero son negros.
Vuelvo a casa, dejo los zapatos en la entrada y me calzo unas pantuflas que compré en Primark que es como estar descalza. Todos duermen y aprovecho para sumergirme en el diario y en el programa de noticias de Ana Rosa, que va toda la mañana y está muy bien producido y son serios y cuentan lo que pasa en todo el país. Hay relatos desgarradores todos los días: ancianos que mueren solos en residencias geriátricas, médicos que pierden la vida por salvar otras, falta de insumos… Triste, duro. Pero hay que seguir con la rutina porque esto va para largo.
Me tomo la temperatura. 35,6. Listo, puedo desayunar tranquila.
Mucho Netflix, mucha lectura, cocina casera, segundo paseo de Macho y siesta. Meditación, merienda, cena ligera y último paseo de Machito, a eso de las ocho menos cuarto. La calle sigue desierta, nadie. Siempre me cruzo con alguno que saca su mascota y aprovecha para fumar el pitillo que le prohiben en casa. Por suerte, aunque cerrados, algunos negocios mantienen las marquesinas encendidas y eso da un poco de vida al paisaje desolador. Cruzamos a los canteros donde hay un poco de pasto -el parque grande que está pegado al centro de salud permanece cerrado como todos los parques de la ciudad- para que Machito cumpla sus trámites fisiológicos, olfatee un poco alguna porquería como le gusta a todos los perros y corra alguna paloma para estirar las patas.
Hacemos tiempo para que se hagan las ocho. Y ahí nos paramos los dos y miramos hacia los balcones y, como ellos, empiezo a aplaudir. Es el minuto diario de homenaje a los cientos, miles de profesionales de la salud que se juegan la vida minuto a minuto tratando de pararle los pies al virus.
Es un momento emocionante. El único momento del día donde hay un sonido fuerte, que se hace sentir. No hay diferencias de ningún tipo, pienso mientras golpeo las palmas con más fuerza. Latinoamericanos, mallorquines, rumanos, senegaleses que ocupan todo un edificio a la vuelta. Todos, todos, aplaudimos. Estamos en el mismo barco. Finalmente. Ricos, pobres, altos, flacos, negros, blancos, amarillos, españoles y catalanes, sudacas y caucásicos.
Nos atormentamos años y años pensando en la guerra nuclear, en los misiles, en el calentamiento global, en si a la isla tienen que venir más o menos turistas, en si hay que ampliar el aeropuerto San Joan o no, y otros tantos desastres, y de golpe viene una pequeñísimo virus y acaba con nuestro sueño de inmortalidad escondido tras la historia de “cuánto aumentó la expectativa de vida’” y la cuarta edad y que estamos para vivir 120 años y todo eso. Pues no. Que resulta que lo de los 120 años está por verse, y que si así fuera, habría mucho para negociar antes.
De golpe todos vulnerables, muertos de miedo y con cero frivolidad, buscando desesperadamente el Arca de Noé. Hace días leí esta frase de Shakespeare: El miedo es alguien que llama a la puerta pero cuando vas a abrir no hay nadie.
De golpe se quitaron los apuros. Hay tiempo para todo porque simplemente no hay nada que hacer. Cocinar, ordenar, limpiar un poco, sacar al perro y no mucho más. Quizá algunas flexiones. Cuidarnos y cuidar a los otros. Y quizá sea lo mejor que nos pueda pasar.
No importa cuanto esto dure. Un mes más, dos meses, o dos años (Dios no lo permita), pero nada volverá a ser igual. El trabajo no será igual, las relaciones humanas no serán iguales, la enseñanza y la educación tampoco, y ni hablar de la economía. Y no sé si volveremos a besuquearnos como hacíamos hasta ahora. El mundo se paró y hay que barajar y dar de nuevo. Retrocedimos todos los casilleros. Quizá esté empezando el futuro. Y yo no me lo quiero perder.
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