Chaim Goldberg, el judío más longevo del mundo, murió el domingo por la noche por coronavirus, a la edad de 106 años. El veterano de la Segunda Guerra Mundial vivía en Vladivostok, ciudad ubicada al este de Rusia.
Por su avanzada edad también era uno de los veteranos vivos más longevos de la Segunda Guerra. Durante ese conflicto bélico, en el que tuvo una activa participación en la lucha contra los nazis, manejaba tanques para el Ejército ruso.
En los últimos años, Goldberg participó en varios eventos en la sinagoga de Chabad en Vladivostok, organizados por el rabino de la ciudad, el emisario de Chabad, Harav Shimon Varakin, según indicó la agencia de noticias AJN.
Este lunes se conoció la muerte de otro héroe de guerra, el italiano Giovanni Battista Calvi, también a los 106 años de edad. A diferencia de Goldberg, Calvi no murió de coronavirus, sino “de tristeza”.
El hombre estaba convencido de que su familia había muerto por el COVID-19, y no entendía que la prohibición de las visitas en el hogar para mayores en el que vivía era una medida necesaria para protegerlo de un enemigo invisible.
Al parecer, se había convencido que sus familiares habían muerto durante la emergencia del COVID-19 y que nadie quería contarle la verdad, según dijeron los trabajadores del hogar al diario La Stampa.
“Ustedes son como yo, cuando me enviaron a la guerra con un rifle oxidado. Me daba vuelta y veía muchos muertos, como ahora en la televisión. Díganme la verdad, los míos han muertos todos. No me alimento porque quiero irme con ellos”, le decía a su médico, Giovanni Calosso, y a los trabajadores del hogar.
Calvi, un héroe de la Segunda Guerra Mundial, era muy conocido en esta zona del Piamonte. Era uno de los centenarios más longevos de la provincia de Asti y uno de los últimos testigos de los eventos que marcaron el siglo XX. Su historia se relata en un libro titulado Una pagliuzza d’oro che ha scritto la Storia (Una astilla de oro que escribió la historia): fue soldado durante 10 años y, tras el fin de la guerra, pasó 2 años más en un campo de prisioneros. Volvió a su casa recorriendo a pie los más de 1000 kilómetros que separan Berlín de su Mombaruzzo natal. Por sus méritos, el 2 de junio de 2015, el prefecto de Asti le había otorgado la medalla de honor.
En la última parte de su vida, Giovanni Battista se había convertido en uno de los residentes más activos de la residencia Opera Pia Ferraro de Incisa Scapaccino: alentaba a los compañeros a levantarse de la cama e ir al gimnasio y a estar arreglados para el almuerzo. Este invierno, antes de que se desatara la emergencia del coronavirus, había entrenado a un cachorro para buscar trufas —algo que había sido un hobby durante toda su vida— en el jardín de la residencia.
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