El coronavirus ha obligado a abrir un paréntesis en las protestas de Líbano e Irak, dos países que desde hace seis meses viven unas movilizaciones que exigen profundos cambios políticos y el final de la corrupción. La conocida como «Primavera árabe» de 2011, que acabó con las dictaduras de Túnez, Libia, Yemen y Egipto y abrió una guerra que sigue abierta en Siria, no afectó de forma tan directa a libaneses e iraquíes que, nueve años después, salen a las calles y desafían a las fuerzas de seguridad.
Los manifestantes en la plaza de Tahrir de Bagdad o la de los Mártires, en Beirut, comparten el hartazgo con sistemas políticos basados en cuotas de poder, que reparten los puestos clave en función a las sectas y confesiones de cada país. La corrupción, el desempleo y la fuerte injerencia de Irán en las políticas domésticas son otros denominadores comunes ante los que se revela una población que pide a gritos el cambio de sistema. Una población que, en el caso iraquí, ha pagado un precio de más de 700 muertos y 28.000 heridos en los choques con las fuerzas de seguridad.
Irak: no hay cambio sin sangre
El coronavirus y el toque de queda decretado por las autoridades empujó a los manifestantes a abandonar la plaza de Tahrir hace una semana y lo mismo ocurrió en las principales ciudades del centro y sur del país, en las nueve provincias a las que extendieron las movilizaciones. El periodista iraquí Hamid Al Sayyid explicó en su cuenta de Twitter que «no supone una vergüenza revisar las formas de manifestarse ya que todos tenemos interés en reducir los ambientes favorables para la propagación del virus». Ante las preguntas de sus seguidores sobre si esto no significa «olvidar la sangre de los 700 mártires», Al Sayyid respondió que «volved a casa y estad a salvo del coronavirus junto a los vuestros, en lugar de arriesgaros a un contagio que acabe con vuestra vida y la de ellos, entonces no seréis más que un número más a añadir a esos 700».
Si algo han aprendido los iraquíes desde 2003 es que no hay cambio sin sangre. Ese año comenzó la invasión de Estados Unidos que acabó con el régimen de Sadam Husein y abrió las puertas a una terrible guerra sectaria que partió el país entre suníes y chiíes, la secta mayoritaria, como ocurre en el vecino Irán. La invasión fue el caldo del cultivo para la posterior aparición del Califato instaurado por el grupo yihadista Estado Islámico (EI). Con este panorama bélico de fondo, el sistema político del país se desarrolló en base a la división entre etnias y confesiones. El presidente es kurdo, el primer ministro chií y el jefe del parlamento, suní. La cámara la dominan los partidos chiíes porque es la secta mayoritaria.
El final de la guerra contra el EI y la posterior llegada al poder del primer ministro Adel Abdul Mahdi abrieron una puerta a la esperanza después de décadas de conflictos, pero pasaron los meses y las cosas no cambiaban. La seguridad mejoró, pero el desempleo y los servicios mínimos, como la electricidad, seguían siendo cuestiones que el nuevo Gobierno no era capaz de resolver pese a que la producción y el precio del petróleo estaban a niveles históricos.
Los jóvenes explotaron. «¡Ni políticos, ni religiosos!», era uno de los eslóganes que se escuchaban en los primeros días en Bagdad, pero también en Nasiriya o Basora, ciudades del sur de mayoría chií donde las protestas fueron adquiriendo fuerza de manera progresiva. El enemigo ya no una era una secta, tampoco el EI o las fuerzas estadounidenses. Las calles de Irak clamaban contra la corrupción y el desempleo y lo hacían pese a la brutal represión.
Irak no vivió un proceso como el de la «Primavera árabe» de 2011, pero son habituales las protestas y en mayo de 2016 un grupo de manifestantes llegó incluso a asaltar el Parlamento, situado en la Zona Verde, en señal de protesta por los mismos motivos que en octubre les llevaron a las barricadas. En este último caso, la chispa que encendió el enfado popular fue la destitución del general Abdul Wahab Al Saadi, considerado uno de los hombres clave en la derrota del califato, que fue relevado de su cargo al frente de las unidades antiterroristas de manera sorpresiva. Al Saadi es chií, pero no está alineado con ninguno de los grandes partidos de esta secta y su destitución fue interpretada como una medida ordenada por Irán, que le vería como un oficial cercano a Estados Unidos.
En estos seis meses, la presión de las calles obligó a dimitir al primer ministro Abdel Mahdi y centró su enfado en Irán, cuyos consulados en Nayaf y Karbala fueron atacados. Enero fue un mes clave para unas movilizaciones que quedaron eclipsadas por el asesinato del general iraní Qassem Suleimani en Bagdad por parte de Estados Unidos, que provocó la respuesta de las milicias chiíes con marchas de protesta ante la Embajada estadounidense en la Zona Verde. Fue entonces también cuando el clérigo Muqtada Al Sader, responsable de la principal fuerza en el parlamento, ordenó la retirada de sus hombres de las acampadas. Los mismos milicianos que protegieron durante semanas la protesta, se convirtieron en amenaza para los manifestantes.
«El futuro próximo dependerá del impacto que tenga el coronavirus, pero a largo plazo está claro que las protestas no remitirán hasta que haya un cambio real. A diferencia de anteriores movilizaciones, la “revolución de octubre” se ha convertido en un movimiento», considera Abbas Kadhim, director de Iraq Initiative.
Líbano: prisioneros del pasado
El Covid-19 ha silenciado también la plaza de los Mártires, en el centro de Beirut. El lugar donde se gestaron las revueltas de 2005, contra la presencia militar de Siria en el país, y 2007, contra el gobierno de Hizbolá, se llenó hace seis meses de voces que pedían un cambio integral en el sistema político libanés. La chispa que hizo estallar la paciencia de los libaneses, uno de los países más endeudados del mundo, con alrededor de 86.000 millones de dólares de deuda, fue el anuncio del Gobierno de su intención de aplicar una tasa a las llamadas por servicios de mensajería en internet como WhatsApp, medida que se vio obligado a retirar de forma inmediata.
Miles de personas, de todas las edades y sectas comenzaron a manifestarse cada día en el centro de Beirut, pero también en Trípoli, Nabatieh o Tiro, en un pulso a las autoridades sin precedentes en la historia del pequeño país mediterráneo. El acuerdo de Taif, firmado en 1989 por las principales fuerzas libanesas para poner fin a 30 años de guerra civil, ha servido para que las armas permanezcan calladas desde entonces, pero ha generado un sistema disfuncional contra el que se alzaron los libaneses.
«La protesta ha logrado avances como hacer dimitir a Hariri y evitar que volviera a la oficina como planeaba. Pese a que el actual Gobierno sigue sirviendo al status quo, tuvo que ser formado y presentado de tal forma que apaciguara a los manifestantes, aunque sea mínimamente», opina Kareem Chehayeb, analista político y responsable de «The Public Source». Saad Hariri dejó su lugar al frente del gobierno después de dos semanas de protestas y dijo que «los puestos no son permanentes, lo importante es la dignidad y la seguridad del país». Este adiós fue recibido con alegría entre los manifestantes, pero pronto se dieron cuenta que, debido al sistema de cuotas que rige un país dividido en 18 sectas religiosas reconocidas, el cambio radical que pedían necesitaría más tiempo.
A diferencia de Irak, la revuelta en Líbano no ha sido sangrienta, esa parece que ha sido una línea roja que nadie ha querido cruzar. Seguidores de partidos chiíes como Amal y Hizbolá, contrarios al cambio de sistema, han atacado en varias ocasiones las acampadas y también se han producido choques con las fuerzas de seguridad en los que ha habido cientos de heridos, pero sin provocar el baño de sangre iraquí.
Los manifestantes piden la formación de un gobierno integrado exclusivamente por tecnócratas, la aprobación de una nueva ley electoral que no se base en criterios confesionales y la convocatoria de elecciones para renovar el Parlamento por completo… pero seis meses después se tienen que conformar con un Ejecutivo liderado por el independiente Hasán Diab, profesor de la Universidad Americana de Beirut y anterior ministro de Educación. Además del descontento popular y el coronavirus, Diab se enfrenta a una crisis económica que le ha obligado a suspender por primera vez el pago de la deuda externa.
«Lo que vemos después de este tiempo no es el florecimiento de partido alternativo, sino de un clima de alternativa política capaz de retar al sistema actual. Si continúan en la línea de crear entidades políticas en lugar de operar como grupos de activistas podemos encontrar en el futuro una alternativa al status-quo», considera Chehayeb, para quien «pese a todas las diferencias entre los dos países, Irak y Líbano compartimos la petición de justicia económica, transparencia y unos líderes que nos representen y nos sirvan mejor». Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense de Madrid considera que «el sistema libanés ha demostrado una vez más su capacidad de resiliencia. Las élites han vuelto a unirse para mantener el status-quo que les permita mantener sus privilegios» y, en la línea apuntada por Chehayeb, piensa que la calle «plantea denuncias, pero sin alternativas políticas claras que puedan reemplazar al sistema».