Nadie habla de ellas, pero en tiempos de pandemia este sector se ha visto severamente golpeado. Las trabajadores sexuales están viviendo momentos difíciles por la falta de trabajo.
La agencia AFP conversó con varias mujeres que se dedican a este oficio para conocer cómo están afrontando la emergencia sanitaria en Colombia.
Ana María violó la cuarentena para hacer un «domicilio», Estefanía fue más allá y salió para vender droga. Sus alacenas lucen vacías y las cuentas se amontonan. Sobrevivir es una odisea para las trabajadoras sexuales en una Colombia confinada por la neumonía del coronavirus.
Antes de la emergencia, el dinero las conducía a calles o burdeles. Ahora, con casi la mitad de la humanidad confinada y los prostíbulos cerrados, apelan a la caridad o a lo poco ahorrado.
Pero ni lo uno ni lo otro bastan. La necesidad apremia a las prostitutas colombianas, que en muchos casos desafían la prohibición de salir de casa pese a las multas y amenazas de prisión. Y a la posibilidad de contagiarse con un virus que deja 131 muertos y 3.000 contaminados en el país.
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«Estaba en cuarentena pero me tocó ir a hacer un domicilio (trabajo sexual)», cuenta a la AFP Ana María, de 46 años, que vive en Facatativá, un municipio a 40 kilómetros de Bogotá. «¿Qué hago? Morirme de hambre no puedo».
Tomó un taxi que la llevó a donde un cliente. El gas propano con el que cocina estaba a punto de acabarse y en su despensa ya no había frutas ni verduras. Le urgían los casi diez dólares que cobra por servicio.
«Me vi apurada (…) Las ayudas del Estado no han llegado», señala sobre los subsidios prometidos por autoridades para poblaciones vulnerables.
Hasta el 3 de abril, cuando atendió el «domicilio», afirma haber cumplido a rajatabla la cuarentena, que empezó el 25 de marzo y se prolongará hasta el 27 de este mes.
A veces golpean en la puerta de su hogar, y ella sabe que es una señal de socorro de alguna compañera con hijos hambrientos. Sin embargo, la generosidad terminó. «No tengo» qué dar, explica.
«Situación crítica»
A veces el celular de Fidelia Suárez suena a las dos de la mañana. Al otro lado de la línea se escucha la voz «desesperada» de alguna de las 2.215 afiliadas al Sindicato de Trabajadoras Sexuales de Colombia.
«Estamos en una situación crítica», se queja esta sexagenaria, que preside la organización. «Algunas están a punto de pasar hambre o de que las saquen de donde viven porque no tienen para lo del arriendo», pese a la prohibición oficial de desalojos durante el confinamiento.
De día, Suárez entrega alimentos a colegas en Bogotá. Pero las solicitudes sobrepasan las ayudas donadas por la alcaldía y privados. «Nosotras somos las que mantenemos el hogar, y nos ganamos la vida en el día a día. La situación ya se está volviendo más desesperante», sostiene.
Suárez descarga su furia contra la «indolencia de las autoridades» y reclama «soluciones concretas» para las miles que ejercen esta actividad en Colombia, donde es legal aunque informal. «Solo se acuerdan de nosotras en épocas de politiquería», descarga.
En Bogotá hay 7.094 personas que se dedican a esta labor, según el único censo de 2017, asegura la secretaria distrital de la Mujer, Diana Rodríguez. No hay cifras nacionales.
«Estamos articulando acciones y sumando esfuerzos para que las personas que realizan actividades sexuales pagadas y que se encuentran acatando el confinamiento en sus lugares de residencia sean beneficiarias» de subsidios de entre unos 30 y 60 dólares, agregó.
Los «amigos» no salen
Rodríguez asegura que la mayoría de prostitutas con las que la Secretaría tiene contacto cumple el aislamiento.
Luz Amparo, de 49 años, sigue las normas. No quiere correr el riesgo de enfermarse y contagiar a sus dos hijos y cuatro nietos con los que comparte casa. Los siete subsisten de donaciones.
«Yo llamo a amigos (clientes) pero ellos no salen, les da miedo», confiesa.
A 415 kilómetros, en Medellín, Estefanía se la rebusca en la intemperie para enviarles dinero a sus tres hijas, comer y pagar el estrecho cuarto del inquilinato donde vive, en plena zona de tolerancia.
«Hoy me toca salir para pagar lo de la pieza (habitación). Debo dos días (…) no sé cómo pero tengo que pagar», asegura. Cada noche cuesta unos 5,4 dólares, aunque el propietario redujo el valor a la mitad por la crisis económica de los inquilinos.
Antes de que aterrizara el nuevo coronavirus, Estefanía, de 29 años, trabajaba al anochecer. Por lo general prestaba tres servicios y regresaba a casa con hasta 50 dólares, pero los clientes no han vuelto al parque donde suele abordarlos en el centro de Medellín.
Ahora sale a la calle desde el mediodía, tras reponerse de los amagues de regreso de la depresión que la aqueja desde la adolescencia. Intentó, sin éxito, vender confites y comercializó droga hasta que la policía por poco la atrapa.
Cuando contaba las horas para el fin de la cuarentena, el gobierno la prorrogó dos semanas más. «Hay que pagar pieza, comida, son muchos problemas los que vienen. Catorce días más, imagínese».
AFP
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