Policías y políticos controlan los refugios improvisados para pacientes de COVID-19. En uno de ellos, escasean el agua, las medicinas, la electricidad y la buena comida.
Gustavo Ocando Alex | La Voz de América
Una prueba de COVID-19 de resultado dudoso fue su llave de entrada al motel La Montaña de Maracaibo, Venezuela, los primeros días de junio. En la habitación de «Laura» (* nombre ficticio), de 45 años, no hay lujos, ni placeres. Lejos de eso.
En este sitio, antes famoso por ser sede de encuentros amorosos furtivos en un ambiente de comodidad y transformado desde hace poco en refugio del gobierno para un centenar de pacientes positivos o sospechosos de contagio del nuevo coronavirus, Laura ya lleva cinco días.
Desde un centro ambulatorio donde asisten médicos cubanos, la policía la trasladó en un autobús azul de la alcaldía de Maracaibo, junto a un puñado de pacientes, con los que comparte la misma historia: ¿prueba rápida no concluyente?, al motel albergue de afectados por COVID-19.
“Estoy desesperada pensando en si mi familia tiene qué comer. Estoy emocionalmente mal. Me siento secuestrada”, escribió desde su cuarto en un mensaje la noche del viernes 12 de junio.
Dice vivir en condiciones “deplorables”, a pesar de que el aire acondicionado funciona correctamente y que tiene una cama cómoda sobre la cual recostarse.
Hay cortes eléctricos que duran horas. Sus custodios, policías y un concejal del Partido Socialista Unido de Venezuela que se encarga de la logística del lugar, no le han entregado jabones, crema dental o desodorantes. Le prohíben que sus familiares se los lleven.
La alimentación en La Montaña es “bastante, bastante mala” esos días, describe. El menú de un almuerzo regular no es más que arroz con zanahoria y remolacha rayada. La cena, una arepa sin acompañantes o una sola papa cocida bañada con una salsa de vegetales.
“Todo es antihigiénico. No pueden tratar a un paciente así”, reprocha. Afirma que hay gente allí desde hace casi un mes, incluida una pareja de ancianos cuya familia emigró.
Las cifras oficiales de COVID-19 en Venezuela, afuera de La Montaña, van en ascenso. Si bien el ejecutivo en disputa de Nicolás Maduro se jactó hasta mayo de tener poquísimos casos, en junio es común que voceros reportaran de 200 a 300 positivos por jornada.
Formalmente, hay en el país al menos 7.000 contagios y 60 muertes por el nuevo coronavirus, aunque asesores sanitarios del Parlamento advierten de un “subregistro” que supera los miles de positivos al día como parte de una fase exponencial de contagio.
El incremento se nota en las respuestas de los funcionarios locales. El gobernador Omar Prieto y el alcalde Willy Casanova, maduristas, tomaron hoteles y sitios de conciertos para alojar a afectados por la pandemia. Habilitaron un centro de eventos para 2.500 pacientes.
Maracaibo, fronteriza con Colombia, agobiada por fallas graves de sus servicios públicos en los últimos años, es epicentro de la preocupación sanitaria. Maduro se ha referido al foco de contagio del mercado de Las Pulgas de esa ciudad como el más riesgoso y agresivo.
“La Montañita”, como se le conoce, es uno de los 15 hoteles que sirven de refugio. Antes de la pandemia, sus dueños lo promovían en sus publicidades como un “estandarte de confort”, cuna del “buen gusto, la comodidad y la limpieza” que sus ocupantes merecen.
Pero hoy, administrado de facto por autoridades de la ciudad, escasea hasta el agua potable en sus instalaciones, denunció Laura en una nueva ronda de mensajes, días después.
Tampoco abundan las medicinas para malestares comunes, sino solo la cloroquina, un fármaco ineficiente contra el nuevo coronavirus y que puede derivar en la muerte del paciente, de acuerdo con un amplio estudio divulgado en la publicación The Lancet.
La Organización Mundial de la Salud anunció la suspensión de sus pruebas con ese tratamiento tras conocerse el informe científico, a finales de mayo. Según Laura, una epidemióloga de guardia en el motel decide cuándo y a qué paciente se le aplica.
Dos médicos cubanos, que residen en el motel, les toman la temperatura corporal en las mañanas y las tardes. Una especialista en epidemiología los chequea una vez a la semana.
No ve la hora de salir. Su esperanza es una muestra suya de laboratorio que viajó desde Maracaibo hasta Caracas, a 700 kilómetros de distancia. Nadie le anuncia los resultados.
El diputado opositor y médico José Manuel Olivares denuncia a la prensa que 500 pruebas PCR de marabinos se extraviaron en su camino a la capital venezolana. Laura se pregunta si la suya se encontraba en el lote perdido. “Los resultados nunca llegan”, acota.
“Un poco más aceptable”
Laura nota una mejoría en las condiciones del motel dos semanas después, ya en la última quincena de junio: “cambiaron el menú, es un poco más aceptable la comida; también entregaron artículos de higiene personal, como jabón de baño, desodorante, crema dental”.
Los ocupantes, precisa, han comenzado a violar las prohibiciones internas. Reciben azúcar, café en polvo u otras encomiendas de familiares y amigos en lugares poco vigilados.
Hace días, esas entregas furtivas hubiesen sido imposibles. “Nos las entregan por detrás (del motel) o por encima de una pared”, comparte, con un dejo de pena.
Laura y sus compañeros ya no toman sol al aire libre solo por momentos, como les ordenaban antes. A veces, hasta comparten en grupo dentro de una habitación por algunas horas. Se han convertido en una “familia”, dice, más tranquila que al iniciar su claustro.
Cuenta que, recientemente, llevaron de urgencia a dos de sus compañeros de refugio a un hospital cercano: a uno se le elevó la tensión arterial; otro tuvo un cuadro de depresión.
“Aquí no dan charlas, ni información que pueda calmar la ansiedad”, expresa. En la prensa digital, el apremio de los ocupantes de esos refugios y de sus familiares evidencia sus niveles de desespero: las autoridades reportan el arresto de un hombre que intentó extraer con su vehículo a su esposa e hijo de otro motel en las periferias de Maracaibo, el Venus.
En “La Montañita”, se han filtrado en las redes sociales al menos dos momentos de protestas. Videos grabados en el interior por los mismos huéspedes muestran a varios gritando que no son perros ni animales y reprochan que sean tratados tan pobremente.
“Aquí uno se fugó antes de entrar”, recuerda Laura. “No bien lo habían bajado del bus azul cuando salió corriendo en plena noche. Nunca lo agarraron”.
A la 1:00 de la madrugada de los primeros días de julio, comparte entre exclamaciones su mejor noticia: “¡me dieron el alta!”. Una nueva ronda de pruebas le abrió las puertas del motel. “Salió lo mismo de siempre, dudoso, pero parece que estaba negativa”, opina.
Al salir, le indicaron que delegados sanitarios tocarían la puerta de su casa en 15 días para hacerle otra prueba. Si no está sana, la llevarán de vuelta a un refugio, prometieron.
Laura ni se inmuta. Ya en su hogar, dice despertar cada madrugada con la sensación de estar aún dentro. No deja de pensar en las carencias ni en la comida repulsiva. Tampoco olvida al concejal de los malos tratos o la angustia en un sitio pensado para el disfrute.
El gobernador Prieto acaba de advertir que evadirse de las autoridades es considerado un “delito”. “No le teman a la asistencia del gobierno. Téngale miedo al coronavirus”, dijo.
Laura, aun así, tiene su plan: “buscaría dónde esconderme. Aquello es como una prisión”.
(*) Laura pidió a la Voz de América reservar su verdadera identidad y usar un seudónimo para identificarla por temor a represalias de las autoridades venezolanas en su contra. También solicitó que su edad fuese reflejada de forma aproximada.
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