Al sur del río Orinoco, en una extensión de 111.843 kilómetros cuadrados (mayor que el territorio de Bulgaria, Liberia o Cuba) en el estado Bolívar, yacen las riquezas minerales más grandes de Venezuela y una de las más importantes del mundo. Oro, diamante y coltán reposan en las entrañas del Macizo Guayanés desde hace millones de años.
Julett Pineda y Edgar López | Efecto Cocuyo
En febrero de 2016, el presidente Nicolás Maduro decretó ese territorio como Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco, una idea que Hugo Chávez, su predecesor en el cargo, había anunciado al país en 2011.
La iniciativa de Maduro surge como un intento desesperado por llenar las arcas de la nación y remontar la caída de los precios del petróleo. La riqueza insuficientemente explorada de los yacimientos de minerales son el aliciente ofrecido a inversionistas nacionales y extranjeros, que se apresuraron a constituir empresas de maletín para obtener mayores ventajas de esta nueva oportunidad de hacer negocios con el Estado. Para el financiamiento del proyecto de minería a gran escala el gobierno venezolano aseguró haber convocado a 150 empresas venezolanas y extranjeras, pero apenas 16 han formalizado convenios y se han creado cuatro empresas mixtas, de las cuales solo una tiene presencia visible en la zona oriental del Arco Minero del Orinoco.
Los más directamente afectados son los pueblos indígenas que desde tiempos ancestrales ocupan el territorio intervenido, así como los ecosistemas de interés mundial, pues el Arco Minero del Orinoco es parte de la Amazonia. El proyecto avanza sin que se hayan elaborado los correspondientes estudios de impacto ambiental y sociocultural.
Pero el intento de Maduro de sustituir la renta petrolera por la renta minera para paliar la profunda crisis económica y social que sufre Venezuela tiene un primer gran obstáculo: el tiempo. Transcurrido año y medio después de la creación del Arco Minero del Orinoco, los ingresos adicionales que el gobierno espera obtener de las minas siguen enterrados en el subsuelo. Y, mientras tanto, la industria petrolera se ha derrumbado el extremo de que la producción en 2017 disminuirá casi 10% en relación con el año anterior y se ubicará en niveles de hace 23 años, según cálculos de la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA). Tres años de recesión sin precedentes han contraído la economía en 10%. Una inflación descontrolada (la más alta del mundo según algunas empresas consultoras) golpea a los venezolanos. La gente hace cola no sólo para comprar comida, sino para encontrarla en la basura. Los medicamentos esenciales escasean. El descontento popular se manifestó en las calles en un proceso insurreccional que sumó 121 muertos en un lapso de cuatro meses. La respuesta del Estado se concentra en la represión y en un cambio de las reglas del juego democrático a través de una fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente que persiste en anular los contrapesos institucionales.
Los reporteros visitaron el Arco Minero del Orinoco y constataron que, en vez de prosperidad, se ha incrementado el delito. La autoridad del Estado venezolano ha sido sustituida por la crueldad extrema de los grupos de delincuencia organizada -o pranes- enquistados en la zona, los cuales se benefician de la minería ilegal e imponen sus reglas a sangre y fuego. La deforestación y el uso del mercurio en la actividad minera que se continúa desarrollando caóticamente causan estragos ambientales y violan el derecho a la tierra de 198 comunidades indígenas, algunas de las cuales han rechazado rotundamente el cianuro como alternativa supuestamente ecológica promovida por el gobierno.
Al día de hoy, el Arco Minero del Orinoco quedó reducido a una inviable promesa gubernamental de reinvertir la renta minera en beneficios para los sectores más empobrecidos de la población.
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