Cuando el argentino Augusto Briceño acarició a su madre gravemente enferma en una sala de terapia intensiva para infectados de COVID-19 sintió que el calor del cuerpo de la anciana atravesaba los guantes que lo protegían. Esa despedida lo llenó de paz.
AP
“Cerré los ojos y traté de abstraerme del guante y la toqué con el alma, con mi espíritu…pude traspasar esa barrera”, narró este pediatra a The Associated Press días atrás cuando recordaba el día en que, provisto de barbijo, pantalla facial, camisolín y otros medios de protección, acarició el pelo de su madre, Inés Nivia Frascino, cuya vida se apagaba irremediablemente.
“Yo no hubiera querido que esté luchando sola… Estaba feliz porque podía decirle todo lo que quería, todo lo importante y que ella había cumplido con creces”, explicó emocionado.
El sanatorio Mater Dei de Buenos Aires, donde la anciana falleció el 26 de julio, integra el número creciente de centros médicos de Argentina que permiten a los allegados de ciertos enfermos de COVID-19 acompañarlos durante su internación y, en última instancia, tener la posibilidad de despedirse de ellos en el lecho de muerte, poniendo a un lado la práctica generalizada de evitar la cercanía física con los infectados debido a la alta contagiosidad del nuevo coronavirus.
Para ello, adoptando protocolos aplicados en España y Brasil, aplica severas medidas sanitarias con el fin de garantizar la protección adecuada de los visitantes, a los que entrenan previamente en el uso de máscaras, camisolines, guantes, pantallas y otros dispositivos. Estas políticas de mayor empatía con pacientes y familiares que no se registran en la mayor parte de la región están más presentes en Argentina en momentos en que han aumentado los contagios y los fallecidos.
Desde que la pandemia impactó en el país sudamericano en marzo, se han registrado cerca de 350.000 infectados y más de 7.000 muertos.
Al contrario que Briceño, la también pediatra Fernanda Mariotti se sintió atormentada luego de la experiencia que vivió con su madre, Martha Pedrotti, quien se contagió en el geriátrico donde residía y fue internada el mes pasado en otro sanatorio capitalino con un cuadro leve de COVID-19.
Anegada en lágrimas, Mariotti contó a AP que le pidió insistentemente al médico que seguía el cuadro de la anciana mujer que le permitiera visitarla, ya que el aislamiento la alteraba profundamente, tal como percibía cuando hablaba con ella por teléfono. Sin embargo, Mariotti siempre se topaba con la misma respuesta como un muro infranqueable: el protocolo de ese lugar lo prohibía.
La mujer está convencida de que finalmente su madre murió el 20 de julio de insuficiencia cardiaca en gran parte gatillada “por la pena y el miedo” de sentirse separada de su familia. Para esta médica de 53 años, la pandemia vino a poner a prueba a la sociedad para discernir “cuáles son las prioridades” y la importancia de morir dignamente, y está difundiendo su experiencia para contribuir a que se modifiquen las “frías” prácticas por las cuales los pacientes pierden el contacto físico con sus allegados.
Mariotti, desolada por lo ocurrido, escribió una carta contando su experiencia con gran repercusión en redes sociales que provocó que compatriotas y ciudadanos de países como Chile o Perú le narraran “las mismas historias de la desolación, de gente que decía mi familiar entró caminando y luego no lo vi más hasta que me llamaron y me dijeron que estaba muerto”.
La mujer transformó la carta en una petición en la plataforma change.org para humanizar el trato con aquellos pacientes con “necesidades especiales” como los de edad avanzada o con trastornos previos que necesitan mayor asistencia, la cual puede ser brindada por un familiar con el que se internan conjuntamente.
“El miedo nunca es buen consejero cuando convierte al prójimo en factor de riesgo, en amenaza”, dice en su propuesta, que cuenta hasta ahora con más de 25.000 adherentes.
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