De la mano de cafeteros que habitan en sus montañas, de artistas afro que se aferran a sus raíces y de campesinos desplazados que hacen memoria en huertas urbanas, el barrio La Sierra, ubicado en la Comuna 8 de Medellín, experimenta una transformación social que le ha permitido desmarcarse de su pasado violento.
Jeimmy Paola Sierra / EFE
En 2005, el documental «La Sierra», codirigido por la periodista colombiana Margarita Martínez y el cineasta estadounidense Scott Dalton, presentó a este barrio periférico como uno de los lugares más peligrosos de Medellín a través de un relato crudo sobre la vida de tres jóvenes vinculados a bandas paramilitares.
Esa historia lo convirtió en un punto relevante en el mapa del conflicto urbano colombiano y obligó a sus habitantes a vivir entre el estigma de la guerra y la esperanza, con proyectos de renovación urbanística, cultural y social, entre ellos un tranvía y teleféricos que conectan a las laderas.
Dentro de esos cambios, la música fue un catalizador en un territorio que recibió a desplazados, muchos del departamento selvático del Chocó y responsables de construir una diversidad étnica presente en iniciativas artísticas como el Grupo Pastoral Afro de la Sierra, integrado por 12 cantaoras que mantienen vivas tradiciones del Pacífico colombiano.
Esta agrupación fue fundada hace cuatro años por Juan Andrés Ruiz, un activista chocoano que vive en Medellín desde hace un par de décadas en las que se ha dedicado a trabajar con la población afro de La Sierra.
«He tenido cinco grupos juveniles, siempre de la mano de la Parroquia Santa María, y un semillero con 25 niños para cultivar nuestras raíces», contó a Efe el músico de 43 años, quien logró que blancos y mestizos disfruten de los cantos de mujeres entre los 14 y 32 años, pese a sentir inicialmente rechazo con frases como «llegaron estos negros a parrandearse la misa».
Ahora, entre tambores y plegarias que hacen memoria, la comunidad disfruta de las celebraciones afro y ve al grupo como un «símbolo positivo» que trae alegría tras vivir pasajes sombríos.
Pese a no olvidar el barrio que encontró cuando llegó, ‘Juancho’, como es conocido este misionero, poco quiere hablar de ese pasado.
«Me encontré con una Sierra muy violenta, un territorio muy duro para uno estar. Como joven, era muy difícil estar acá por el tema de la violencia. Son cosas que uno debe dejar atrás y enfocarnos en lo positivo: su gente», declaró Ruiz.
En eso coincide Paula Perea, una de las principales voces de la agrupación, al señalar que «este ya es un barrio tranquilo en el que se puede vivir en paz con arte y música».
DE CASA DE TERROR A RECINTO DE MEMORIA
Muy cerca del Jardín Circunvalar, una franja de protección ambiental y rural, está la Casa Vivero Jairo Mata. Desde allí se alcanza a leer en una placa «aquí cultivamos para que florezca la vida», una frase que ilustra parte del proceso que cambió la cara de una casona que entre 1998 y 2002 fue sitio de encuentro de grupos delincuenciales, donde cometieron homicidios, secuestros y torturas.
«Hemos tenido una transformación muy hermosa. Antes era una casa oscura, escalofriante», dijo a Efe Elizabeth Henao, quien lidera el trabajo con unas huertas comunitarias en las que participan 20 mujeres y ocho hombres para superar las heridas que les dejó la guerra.
Esta casa fue recuperada y modificada por los habitantes de la Comuna 8, se convirtió en un lugar de memoria que acoge encuentros y talleres con niños, jóvenes y adultos mayores, además de ser un escenario para sembrar recuerdos a través del cultivo de hortalizas y hierbas aromáticas, que representan el arraigo campesino de sus pobladores.
«Ha sido un proceso de sanación para las víctimas. Ahí nos encontramos personas que venimos desplazadas de diferentes regiones», contó la huertera de 47 años, quien consideró que esta actividad les permite preservar sus raíces y no olvidarse del campo.
Con el propósito de transcender con esta labor social, Henao reveló que está incursionando en el turismo comunitario para convertirse en relatos vivos de una transformación social, que los turistas pueden conocer en la Casa Vivero participando de experiencias como «De la huerta a la mesa», en la que pueden probar los productos transformados (ají, salsas y mermeladas) y los alimentos orgánicos que producen, y vivir un día de campo en la ciudad.
«Queremos que los visitantes vean que somos unas mujeres muy resilientes y que en Huertas Pinares de Oriente somos gente de bien, personas de paz», apostilló Henao.
CAFÉ CON NOTAS DE TRANSFORMACIÓN
Un emprendimiento que nació entre los cafetales de la parte alta de La Sierra está ayudando a cambiar el imaginario del barrio por su pasado violento.
Café Tintoretto encarna parte del resurgir que se ha gestado con iniciativas sociales que traen desarrollo.
El trabajo de tres familias tiene varios sitios de Medellín vendiendo un producto de tipo exportación que viene de las laderas de la ciudad.
Entre esos productores urbanos está Norman Eusse, quien montó una pequeña trilladora y zonas de secado y fermentación para transformar en el grano que recogen de los 2.500 palos con los que cuenta su finca La Increíble.
«Es increíble esta experiencia de poder cultivar café a solo media hora de la ciudad», expresó a Efe Rosa, quien apoya a su papá con las labores del cultivo y está al frente de recorridos turísticos que permiten a los viajeros conocer el proceso en Tintoretto y disfrutar de esta bebida.
Cada 20 días recogen en esas montañas de La Sierra al menos cien kilos de grano, que terminan en las tazas de clientes de cafés en el exclusivo barrio El Poblado.
«Lo anterior ya pasó. Realmente es ver lo nuevo que tenemos ahora: los emprendimientos y la calidad humana. No es lo mismo de antes, ya es otro cuento», afirmó la emprendedora, que seguirá explorando con el turismo comunitario.
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