Cuando era niña soñaba con ser veterinaria. Me imaginaba jugando con cachorros traviesos, calmando a gatitos asustados y, como era una niña de campo, realizando chequeos a los animales de granja locales si se sentían mal.
Por BBC
Era una vida bastante idílica la que soñé para mí, pero las cosas no resultaron exactamente así. Terminé trabajando en un matadero.
Estuve seis años allí y, lejos de pasar mis días haciendo que las vacas enfermas se sintieran mejor, me encargaba de garantizar que alrededor de 250 murieran cada día.
Coman carne o no, la mayoría de personas nunca han estado dentro de un matadero.
Son lugares sucios y mugrientos.
Hay heces de animales en el piso, ves y hueles tripas, y las paredes están cubiertas de sangre.
Y el olor… Te chocas con él como si fuera un muro cuando entras por primera vez y luego permanece en el aire. El olor de los animales moribundos te rodea como vapor.
¿Por qué alguien elegiría visitar o, menos aún, trabajar en un lugar así?
Para mí fue porque ya había pasado un par de décadas en la industria alimentaria, en fábricas de comidas preparadas y similares, así que cuando recibí la oferta de gerente de control de calidad en un matadero, me pareció un paso laboral bastante inocuo. Tenía 40 años.
En mi primer día, me hicieron un recorrido por las instalaciones, me explicaron cómo funcionaba todo y, lo más importante, me preguntaron repetidamente si estaba bien.
Explicaron que era muy común que la gente se desmayara durante el recorrido y que la seguridad física de los visitantes y de los nuevos empleados era muy importante para ellos.
Estaba bien, creo. Me sentí mal, pero pensé que me acostumbraría.
Al poco tiempo, sin embargo, me di cuenta de que no tenía sentido fingir que era un empleo más.
Estoy segura de que no todos los mataderos son iguales, pero el mío era un lugar brutal y peligroso para trabajar.
Hubo innumerables ocasiones en las que, a pesar de seguir todos los procedimientos para aturdir a los animales, los matarifes recibían patadas de alguna vaca enorme y con espasmos mientras la subían a la máquina para matarla.
Personalmente no sufrí lesiones físicas, pero el lugar afectó mi mente.
Mientras pasaba día tras día en esa gran caja sin ventanas, sentía el pecho cada vez más oprimido y una niebla gris descendía sobre mí.
Por la noche tenía pesadillas en las que se reproducían algunos de los horrores que había presenciado durante el día.
Una habilidad que llegas a dominar cuando trabajas en un matadero es la disociación. Aprendes a ser insensible a la muerte y al sufrimiento.
En lugar de pensar en las vacas como seres completos, las separas en partes del cuerpo vendibles y comestibles.
No solo facilita el trabajo, sino que se hace necesario para sobrevivir.
Ojos que miran
Sin embargo, hay cosas que tienen el poder de destruir esa insensibilidad. Para mí, eran las cabezas.
Al final de la línea de sacrificio había un gran hueco que estaba lleno de cientos de cabezas de vacas. Cada una había sido desollada y toda su carne vendible eliminada.
Pero todavía tenían sus globos oculares.
Cada vez que pasaba por ahí, no podía evitar sentir que tenía cientos de pares de ojos mirándome.
Algunos de ellos me acusaban, sabiendo que había participado en sus muertes. Otros parecían suplicar, como si hubiera manera de retroceder en el tiempo para salvarlos.
Era asqueroso, aterrador y desgarrador, todo al mismo tiempo. Me hacía sentir culpable.
La primera vez que vi esas cabezas, me tomó todas mi fuerzas no vomitar.
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