Los primeros pasos de la Administración de Joe Biden en política exterior tendrán que sortear las numerosas minas sembradas durante el mandato de Donald Trump. Durante las últimas semanas, y a un ritmo vertiginoso, el actual secretario de Estado, Mike Pompeo, ha tendido cuatro endiabladas trampas a quien ha de sustituirle en el puesto, Antony Blinken: la inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo; la declaración de los rebeldes Huthis de Yemen como organización terrorista, el levantamiento de restricciones a los contactos con Taiwán y el papel indubitado -según Pompeo, pues no hay pruebas al respecto- de Irán como base de operaciones de Al Qaeda.
María Antonia Sánchez – EL PAÍS
Lo primero da alas a los anticastristas de Florida, en su mayoría pro-Trump, y empece la senda del deshielo con La Habana que Biden pretendía retomar. El guiño a Taiwán solo puede incomodar aún más a China, tras cuatro años de guerra comercial y diplomática. Los otros dos anuncios apuntan directamente a Irán, cuando el demócrata se proponía regresar al pacto nuclear suscrito en 2015 y del que Trump se retiró en 2018, además de alentar a Arabia Saudí en Yemen -Biden se propone reevaluar la relación con Riad- y remachar el ataúd del antagonismo del régimen de los ayatolás. Pura dinamita diplomática para un inicio de mandato.
Para un presidente como Biden, que pretende restablecer alianzas internacionales congeladas por el aislacionismo de Trump y retomar el liderazgo mundial que tradicionalmente ha ejercido EE UU, el panorama no puede presentarse más erizado. Si a las iniciativas de Pompeo en tiempo de descuento se suma la recomposición del tablero en el mundo árabo-islámico e Israel, con el establecimiento de relaciones y un creciente reconocimiento del Estado hebreo, el panorama se complica aún más.
Por obra y gracia de los oficios del yerno y consejero áulico de Trump, Jared Kushner, varios países de la región, de Marruecos a Sudán, Bahréin o Emiratos Árabes Unidos, han establecido relaciones diplomáticas con Israel dejando en la estacada a los saharauis, en el caso de Marruecos, o los palestinos, al abrir una brecha en el tradicional apoyo árabe a su causa. Nada de eso pareció importar: los acuerdos fueron presentados por la Administración saliente como un gran éxito que permitía pronunciar la palabra paz con mayúsculas en una región convulsa. Se derivan del denominado acuerdo del siglo, otra muesca en la diplomacia trumpista que tiene más de ruido que de sustancia y que deja a los palestinos a los pies de los caballos.
Igual que en la composición de su Gabinete, en política exterior Biden seguirá la senda que trazó Obama, por ejemplo con Cuba e Irán. Pero la insistencia de la Administración saliente, que ha pulverizado décadas de diplomacia profesional, en ponerle palos en las ruedas no tiene parangón en ninguna otra transición. En los últimos días del republicano en la Casa Blanca, EE UU ha completado la reducción de tropas en Irak y Afganistán, donde solo quedan sendos retenes de 2.500 soldados. La situación en ambos países dista de ser estable, y las tropas de EE UU siguen siendo un objetivo. Cabe recordar que Biden se opuso al incremento militar en Afganistán en 2010, igual que a la intervención en Libia, y durante la campaña se mostró contrario a participar en “guerras innecesarias”.
Aunque siempre puede aparecer un cisne negro, Blinken, liberal intervencionista en lo ideológico, llega al Departamento de Estado con la lección aprendida. Consciente de las consecuencias de la negativa de Obama a intervenir en Siria, lo es también del error de haber apoyado inicialmente a Arabia Saudí en la guerra de Yemen. Su nombramiento fue bien recibido en Israel, de cuya seguridad ha sido siempre un gran defensor, y que además se beneficiará de un refuerzo de la colaboración militar tras decidir in extremis el Pentágono -la otra pata, junto al Departamento de Estado, de la política exterior de EE UU- colocar a Israel bajo el Mando Central de EE UU, en vez de bajo el Europeo como hasta ahora. El objetivo es atar aún más en corto a Irán, fomentando la colaboración entre todos los países de la región, aunque la nueva Administración abogue por la política de mano tendida, con la posibilidad de aliviar sanciones si Teherán da marcha atrás en su programa de enriquecimiento de uranio. Del interés que revestirá Irán en la política exterior de la Administración demócrata da prueba el nombramiento, este sábado, de Wendy Sherman como número dos del Departamento de Estado. Veterana diplomática de carrera, Sherman lideró las negociaciones del pacto nuclear con Irán por parte de EE UU.
Tanto Blinken como Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional -que fue muñidor del pacto con Irán-, defienden una mayor dureza hacia China, aunque a la vez son conscientes del coste y el desgaste que supone esta encarnizada pugna por el cetro de superpotencia global en una situación excepcional como la de la pandemia. También parece clara la apuesta por mejorar la relación con la UE tras la salida del Reino Unido, y con la OTAN, tras cuatro años de presión -o extorsión, para algunos, al exigir un incremento del gasto en defensa- de Trump.
El probable ánimo conciliador con Irán no parece que vaya a tener equivalente en las relaciones con Venezuela o Cuba, pues Sullivan defiende forzar diplomáticamente el desalojo de Nicolás Maduro y una renovada presión sobre La Habana para aislar al líder chavista. Para con el resto de aliados de Maduro (China y Rusia), se espera también una vuelta de tuerca para enajenar sus intereses de las necesidades de Caracas.
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