La llegada del coronavirus, hace más de un año, sacudió al mundo y revolucionó las formas de vivir, pero sus impactos no fueron sentidos de la misma forma. Para una gran parte de las mujeres, la covid se tradujo en un duro aumento de la violencia machista, una sobrecarga laboral y un retroceso generalizado de derechos.
«Hubo momentos en que yo decía ‘no puedo, no voy a aguantar'», resume la profesora brasileña Indianara Castanho Perussi, quien pasó casi todo 2020 aislada en casa, dividida entre las clases virtuales, las tareas del hogar y los cuidados a sus hijos, dos niños gemelos de 4 años.
Castanho, quien vive en Sao Paulo, la ciudad más poblada de Suramérica y que concentra el mayor número de casos y decesos absolutos por la covid-19 en la región, tuvo que trasladar el salón de clases de la escuela a una habitación de su casa.
«Mi marido no paró de trabajar pero yo pasé a trabajar desde casa. Tuve un incremento enorme de horas dedicadas al hogar, una sobrecarga con las tareas de los niños, de la casa, con las cosas del día a día y encima mi trabajo regular», cuenta a Efe.
A medida que el confinamiento se prolongó, pasó a sentir cada vez más los impactos de la «triple jornada» de trabajo.
«Se me alteró el sueño, me puse más ansiosa, empecé a tener insomnio, comerme las uñas. Porque además de la preocupación con el virus, también estaba la preocupación con la nueva rutina, que aumentó la carga mental y física del trabajo», explica.
IMPACTOS EN LA SALUD FÍSICA, EMOCIONAL Y MENTAL
La realidad de Castanho la comparten decenas de miles de mujeres alrededor del mundo. En todos los ámbitos, desde la salud a la economía, la seguridad a la protección social, los impactos de la covid-19 se agravan para las mujeres simplemente en virtud de su sexo, señaló ONU Mujeres en un estudio publicado el año pasado.
«La pandemia tuvo un impacto muy fuerte en la condición de vida de las mujeres. Son ellas las que más sienten los efectos de las crisis sanitarias y son las que más tiempo llevan para recuperar los niveles de condición de vida pre crisis», explica a Efe la gerente de programas de la ONU Mujeres en Brasil, Ana Carolina Querino.
Para gran parte de las mujeres, la «nueva normalidad» supuso un ciclo ininterrumpido de trabajo.
En lugar de avanzar en los derechos de la mujer, lo que hemos visto durante la pandemia, subraya, fue un recrudecimiento de las desigualdades», ya sea en la participación económica o en el incremento de los indicadores de violencia de género.
CUANDO EL CONFINAMIENTO ES SINÓNIMO DE VIOLENCIA
La emergencia de la covid-19 igualmente destapó otra pandemia, más invisible y difícil de combatir: la violencia machista, un problema «particularmente preocupante» en América Latina, puesto que «ya estaba muy extendida antes» del coronavirus, apunta un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
En Colombia, hay algunos teléfonos que durante la pandemia han sonado más. Mucho más. Casi 100 veces más. Son los teléfonos púrpuras, los que reciben, al otro lado de la línea, las voces de mujeres que sufren algún tipo de violencia, que ven correr peligro su vida ahora que se quedaron encerradas con sus agresores.
«Una mujer en un escenario de aislamiento tiene muchísimas más probabilidades de sufrir más violencia y de incluso ser asesinada porque sus redes de apoyo ya venían débiles y el aislamiento las destruye», cuenta a Efe la directora de la Corporación Sisma Mujeres, Linda Cabrera.
El aislamiento y la situación de dependencia económica a la que abocó la pandemia a muchas mujeres dejaron entonces a los agresores «el escenario perfecto para dominar lo que les faltaba por controlar; sienten que no hay nada que les pueda parar porque ellos tienen el control total de la situación».
La pandemia «logró sacar a la luz una verdad que era oculta en la sociedad, a pesar de que siempre ha existido, como es la violencia hacia la mujer», relata Katherine Ramírez, psicóloga de la Secretaría Distrital de la Mujer en Bogotá, de quien depende la línea púrpura.
TODO SE PARALIZÓ
Lo importante era llegar a las mujeres, a pesar de que estuvieran encerradas con sus agresores y un teléfono fuera casi inalcanzable. El problema es que todo se paralizó.
«La Fiscalía, la Policía, los mecanismos encargados de resolver los casos, creo que no se adaptaron y no atendieron a este llamado de las organizaciones de mujeres para incorporar un procedimiento diferenciado y especializado para garantizar que estas mujeres, aún en el marco del aislamiento, tuvieran acceso a la Justicia», denuncia Cabrera.
El resultado es que, a pesar de este aumento en las llamadas a líneas de atención a víctimas, las cifras oficiales de denuncias han bajado 4,84 % respecto a 2019. Igual sucedió con lo registrado por Medicina Legal, que reportó 26.462 casos de violencia de género, casi un 40 % menos frente a 2019.
La realidad, tristemente, es que muchas mujeres «tuvieron que callar para poder seguir contando con un techo, una alimentación», sintetiza.
Y en este panorama, «todavía la vergüenza de la violencia sigue pesando mucho, desafortunadamente. No hemos logrado como sociedad trasladarle esa vergüenza a los agresores, que son quienes deberían realmente avergonzarse de la violencia», lamenta Cabrera desde Sisma.
HONDURAS ENDURECIÓ MÁS EL ACCESO AL ABORTO
En plena pandemia, a principios de este año, y con la crisis que azota a todo el planeta, el Parlamento hondureño decidió que era prioritario aprobar una ley para prohibir por completo el aborto en el país centroamericano, incluso en casos de violación.
La coordinadora del Programa de Fortalecimiento del Derecho a decidir de las Mujeres, Regina Fonseca, explica a Efe que Honduras desde hace mucho tiempo tiene el aborto «absolutamente penalizado en su Código Penal y así ha sido toda la vida», sin embargo, el gesto político de los parlamentarios cerró por completo las opciones de progreso.
«Es un mecanismo para mostrar el menosprecio que hay sobre la vida y la libertad de las mujeres», considera Fonseca, quien afirma que tener un Código Penal que castiga el aborto no ha hecho nada para que las mujeres dejen de abortar, sino llevarlas al peligro de la clandestinidad.
VIOLADA Y SIN PODER ABORTAR
La hondureña Cristina López -nombre ficticio para mantener su anonimato- fue violada en un robo a su oficina en el año 2015. Con pareja y dos hijos, no encontró ningún camino para poder poner fin a un embarazo que era producto de una violación.
«Quedé embarazada y fue algo impactante, porque era algo que no estaba en mis planes para ese momento. Yo ya tenía dos hijos, tenía mi pareja, que entonces estaba trabajando en una zona muy remota de mi comunidad», explica Cristina visiblemente emocionada.
«Yo no había tenido vida sexual con nadie más en ese tiempo, fue una situación que marcó mi vida para siempre, entré en depresión (…) me negaba a estar embarazada y comencé a buscar métodos farmacéuticos para abortar, pero no encontré. Luego busqué raíces de plantas naturales, tomé algunas dosis pero no me funcionó, fue imposible y yo me negaba a aceptarlo», relata.
Finalmente tuvo a su hija, lo que también supuso el abandono de su pareja de entonces y la salida de su comunidad. Ahora, como defensora de derechos humanos, sigue clamando justicia: quienes la violaron siguen en la impunidad, como el 90 % de los casos de violación denunciados en Honduras.
Cristina rechaza con firmeza la decisión del Parlamento hondureño, con 90 votos a favor de los 128 diputados, en su mayoría varones. «El proceso no se hizo viéndolo desde la perspectiva de las mujeres», considera, y mucho menos cuando son violadas. EFE
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