Cuando el doctor Guillermo Sequera accedió por primera vez al interior de la prisión paraguaya de Tacumbú, en 2016, se extrañó al toparse con una cancha de fútbol sala repleta de camas. “Yo me dije: ‘bueno, estarán ahí para tomar el sol”, relata, pero el funcionario que le acompañaba le sacó de su error: era una celda. “No es que los presos fueran allí a descansar, es que no había más espacio en las habitaciones del interior”, cuenta aún sorprendido el epidemiólogo, actual director del Centro de Vigilancia de la Salud de Paraguay. Con este ejemplo, intenta describir el nivel de hacinamiento que halló en este centro penitenciario, el mayor del país y con más de cuatro mil presos en su interior pese a que su capacidad máxima es de alrededor de mil.
El de Tacumbú es el ejemplo perfecto de las condiciones de las prisiones de América Latina y América Central, donde la superpoblación es la norma en vez de la excepción. Esto y las generalmente escasas condiciones de ventilación y salubridad son el caldo de cultivo perfecto para uno de los males más peligrosos del planeta: la tuberculosis. Tanto es así que un nuevo estudio recién publicado en la revista científica The Lancet señala a estas repletas cárceles como las responsables de estar socavando en buena parte los esfuerzos por acabar con esta pandemia.
“Frecuentemente, no tienen ni las capacidades ni las condiciones para garantizar la salud de los presos”, explica Alberto García-Basteiro, investigador en el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) y coautor de la publicación. “La enfermedad se transmite más en condiciones de mala ventilación, de hacinamiento, de atención sanitaria deficiente, de pobreza, de VIH, de falta de higiene… Todos estos factores de riesgo están presentes en muchas prisiones del continente y son bombas de relojería para la transmisión”.
La tuberculosis es una infección causada por una bacteria que suele afectar a los pulmones y que se transmite entre las personas a través de gotículas generadas en el aparato respiratorio en pacientes con la enfermedad activa. Es curable con la medicación adecuada, pero también es mortal si no se trata en tiempo y forma. De hecho, hasta la llegada de la covid-19 en 2020, siempre se ha hablado de ella como la infección más mortal del mundo: cada año mata a más de un millón de personas ―en 2019 fueron 1,4 millones― y pese a que desde hace más un siglo se busca una cura definitiva, hoy en día no hay ni vacuna ni fármaco que haya logrado borrarla de la faz de la tierra. Pese a los avances en investigación y al aumento de la concienciación internacional y la financiación, en los últimos años la incidencia mundial ha disminuido solo a una tasa de un 1 a un 2% cada año.
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