En la capital de Colombia, la alcaldesa advierte a los habitantes que se preparen para “vivir las dos peores semanas posiblemente de nuestras vidas”.
Por Julie Turkewitz y Mitra Taj / The New York Times
Uruguay, que alguna vez fue celebrado como un país modelo en el control del coronavirus, ahora tiene una de las tasas más altas de defunción del mundo, mientras que los conteos diarios de fallecimientos han alcanzado cifras récord en Argentina, Brasil, Colombia y Perú en los últimos días.
Incluso Venezuela, donde el gobierno autoritario sobresale por esconder las estadísticas de salud y acallar cualquier insinuación de descontrol, reporta que las muertes por coronavirus han aumentado 86 por ciento desde enero.
Al avanzar la vacunación en algunos de los países más ricos del mundo y la gente empieza cautelosamente a vislumbrar la vida tras la pandemia, la crisis en América Latina —en particular en Sudamérica— ha empeorado de manera alarmante y podría poner en riesgo el progreso logrado más allá de sus fronteras.
La semana pasada, América Latina representaba el 35 por ciento de todas las muertes por coronavirus en el mundo, a pesar de tener solo el 8 por ciento de la población global, según datos recabados por The New York Times.
Latinoamérica ya era una de las regiones más afectadas en 2020 y había visto cadáveres abandonados en las aceras y bosques que cedían el paso a nuevos cementerios. Sin embargo, tras un año de pérdidas incalculables, sigue siendo una de las zonas más preocupantes a nivel global, con un alza reciente en muchos países que ha resultado ser aún más mortífera que antes.
En parte, la crisis es producto de dinámicas predecibles: suministros limitados de vacunas y campañas lentas de inmunización con sistemas de salud débiles y economías frágiles que dificultan mucho imponer o mantener órdenes de confinamiento y suspensión de actividades.
Pero la región tiene otros desafíos espinosos, dicen los funcionarios de salud: vivir codo a codo con Brasil, un país de más de 200 millones de habitantes cuyo presidente consistentemente ha desestimado la amenaza del virus y criticado las medidas para contenerlo, ayudando así a azuzar una peligrosa variante que acecha al continente.
La duración de la epidemia en Latinoamérica también hace que sea muy difícil combatirla. La región ya ha soportado algunos de los confinamientos más estrictos, los cierres escolares más prolongados y las mayores contracciones económicas del mundo.
La desigualdad, una tara de larga data que antes de la pandemia se estaba reduciendo, ha vuelto a acentuarse y millones de personas han vuelto a ser arrojadas a la vida precaria que pensaban que habían dejado atrás durante un relativo auge regional. Muchos han salido a la calle a desfogar su inconformidad, desafiando los pedidos oficiales de quedarse en casa.
“Nos quitaron tanto que perdimos hasta el miedo” leía una pancarta que llevaba Brissa Rodríguez, de 14 años, en una protesta en Bogotá con miles de manifestantes el miércoles.
Existe preocupación entre los expertos de que América Latina esté camino a convertirse en uno de los pacientes con covid prolongado del mundo, dejando cicatrices económicas, políticas, sociales y de salud pública más profundas que en cualquier otro lugar del mundo.
“Esa es como la historia que está comenzando a contarse”, dijo en una entrevista Alejandro Gaviria, economista y exministro de Salud de Colombia que dirige la Universidad de los Andes.
“He tratado de mantenerme optimista”, escribió también en un ensayo reciente. “Quiero pensar que lo peor ya pasó. Pero resulta, creo, contraevidente”.
Si América Latina no logra contener el virus —o si el mundo no interviene para ayudarla— pueden surgir nuevas variantes más peligrosas, dijo Jarbas Barbosa, de la Organización Panamericana de la Salud. “Eso puede costar todo el esfuerzo que el mundo está haciendo” para combatir la pandemia, dijo. Instó a los líderes a trabajar lo más rápido posible para proporcionar un acceso igualitario a las vacunas para todos los países.
“El peor escenario es el desarrollo de una nueva variante contra la que las vacunas actuales no protejan”, dijo. “No es solamente una necesidad ética y moral, sino también una necesidad sanitaria tener el control en todas partes del mundo”.
La propagación del virus en la región puede atribuirse, al menos en parte, a una variante denominada P.1, identificada por primera vez en la ciudad brasileña de Manaos a finales del año pasado. Manaos, la mayor ciudad de la Amazonia brasileña, fue devastada por el virus a mediados de 2020. Pero la segunda ola allí fue peor que la primera.
Aunque los datos están lejos de ser concluyentes, los primeros estudios indican que la P.1 es más transmisible que el virus inicial, y es más probable que mate a pacientes sin condiciones preexistentes. También puede reinfectar a personas que ya han tenido covid, aunque no está claro con qué frecuencia ocurre.La P.1 está presente ahora en al menos 37 países, pero parece haberse extendido más a través de América del Sur, según William Hanage, epidemiólogo de la Universidad de Harvard.
En toda la región, los médicos dicen que los pacientes que llegan a los hospitales son ahora mucho más jóvenes y están mucho más enfermos que antes. También es más probable que ya hayan tenido el virus.
En Perú, el Instituto Nacional de Salud documentó 782 casos de probable reinfección solo en los tres primeros meses de 2021, un aumento con respecto al año pasado. Lely Solari, médica infectóloga del instituto, calificó esto como “un subregistro muy importante”.
En los últimos días, las cifras oficiales de muertes diarias han superado los récords anteriores en la mayoría de los países más grandes de América del Sur. Sin embargo, los científicos afirman que lo peor aún está por llegar.
El director de epidemiología del Ministerio de Salud de Colombia, Julián Fernández, dijo que era probable que las variantes, incluida la P.1 y otra variante encontrada por primera vez en Gran Bretaña el año pasado, lleguen a ser las cepas dominantes del virus en Colombia dentro de dos o tres meses.
La región no está preparada. Colombia ha sido capaz de aplicar una primera vacuna a solo el seis por ciento de su población, según Our World in Data, un proyecto de la Universidad de Oxford. Varios de sus vecinos han logrado la mitad, o menos.
En cambio, Estados Unidos, que compró vacunas antes que otros países, está en el 43 por ciento.
Perú, el quinto país más poblado de América Latina, ha surgido como un microcosmos de las crecientes dificultades de la región.
Como muchos de sus vecinos, Perú ha logrado un importante progreso económico en las dos últimas décadas, al usar las exportaciones de materias primas para aumentar los ingresos, reducir la desigualdad y aumentar las aspiraciones de la clase media. Pero el auge trajo consigo pocos puestos de trabajo estables, dio lugar a escasas inversiones en salud y no logró contener el otro flagelo de la región: la corrupción.
El virus llegó a Perú en marzo del año pasado, al igual que a gran parte de América Latina, y el gobierno actuó rápidamente para confinar al país. Pero con millones de personas trabajando en el sector informal, hacer cumplir las cuarentenas se hizo insostenible. Los casos aumentaron rápidamente y los hospitales pronto entraron en crisis. Para octubre, el país se convirtió en el primero del mundo en registrar más de 100 muertes por cada 100.000 habitantes.
La cifra de muertos es mucho mayor, porque muchos de los fallecidos no han sido incluidos en el recuento oficial de pacientes con coronavirus.
Luego, misericordiosamente, los nuevos casos comenzaron a disminuir. Un estudio del gobierno en la capital, Lima, descubrió que el 40 por ciento de los residentes tenían anticuerpos contra el coronavirus. Las autoridades dijeron que la población había alcanzado un nivel de inmunidad tan alto que una segunda ola podría no ser tan mala. El gobierno optó por no imponer un confinamiento durante las celebraciones de Navidad y Año Nuevo.
Pero en enero, justo cuando Estados Unidos y otros países iniciaron una fuerte, aunque a veces caótica, distribución de vacunas, en Perú comenzó una segunda ola, y esta ola ha sido aún más brutal que la primera.
El mes pasado fue, de lejos, el más mortífero de la pandemia, según los datos oficiales, y los expertos en la salud culpan del aumento a las reuniones navideñas, a los frágiles sistemas de salud y a las nuevas variantes.
Las vacunas llegaron a Perú en febrero, seguidas rápidamente por la indignación después de que algunas personas con conexiones políticas se saltaran la fila para vacunarse primero. Más recientemente, varios organismos gubernamentales empezaron a investigar si algunos trabajadores de la salud pidieron sobornos a cambio de acceder a las escasas camas de hospital.
“Era eso o dejarla morir”, aseguró Dessiré Nalvarte, de 29 años, una abogada que dijo que ayudó a pagar unos 265 dólares a un hombre que decía ser el jefe de la unidad de cuidados intensivos de un hospital para conseguirle tratamiento a una amiga de la familia que se había enfermado.
La crisis ha sumido en el duelo a países como Perú, desgarrando el tejido social. Este mes, miles de peruanos pobres y nuevos pobres empezaron a ocupar terrenos deshabitados en el sur de Lima, y muchos dijeron que lo hacían porque en medio de la pandemia se habían quedado sin forma de ganarse la vida.
Rafael Córdova, de 50 años y padre de tres hijos, estaba sentado en un cuadrado dibujado en la arena que marcaba su reclamo del terreno con vistas a la carretera Panamericana y la costa del Pacífico.
Antes de la pandemia, explicó, era supervisor en el departamento de recursos humanos de un municipio local, y había conseguido —o eso creía— la estabilidad.
Luego, en mayo, enfermó de covid y fue despedido. Cree que sus jefes lo hicieron porque temían que enfermara a otros, o que su familia les echara la culpa si se moría.
Ahora tiene dificultades para pagar los minutos del único teléfono que la familia tiene para que sus hijos puedan hacer los deberes de la escuela. Las comidas son escasas. Las deudas se acumulan. “Hoy he ido al mercado y he comprado una bolsa de huesos de pescado y he hecho sopa”, dijo.
Dijo que ha perdido a una tía, a una cuñada y a una prima por la covid, además de amigos. En junio, su mujer, quien también había tenido covid, prematuramente dio a luz gemelas. Una de las hijas murió días después de nacer, dijo, y la segunda murió un mes después. No tuvo dinero para un entierro adecuado.
“Me fui del hospital con mi hija en una bolsa negra, de plástico. Me metí en un taxi y fui al cementerio”, dijo. “No hubo misa, ni velatorio ni flores ni nada”.
Cuando se enteró de la invasión, dijo que llevaba tres meses de retraso en el pago del alquiler y temía ser desalojado. Así que salió con prisa rumbo al arenal, y montó una tienda de campaña que se convirtió en su nuevo hogar.
“De acá nadie nos mueve ya”, dijo, “la única forma es si de muertos nos sacan de acá”.
Una semana después, la policía llegó, lanzó gases lacrimógenos y lo expulsó a él y a otros miles de personas de su campamento.
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