Benjamín Netanyahu, el primer ministro más longevo de la historia de Israel y apodado «Rey Bibi» entre sus más fervientes seguidores, fue hoy destronado del cargo que ocupó durante quince años, doce de ellos consecutivos. Su ocaso se confirma con la ratificación de un nuevo Gobierno que lo relega a la oposición y que marca el fin de una era en el Estado judío.
Pablo Duer / EFE
Hábil político, duro negociador, carismático líder y pilar de un bloque derechista y religioso israelí que desde hace años aglutina a cada vez más votantes y que en los últimos comicios posibilitó el ingreso a la Knéset (Parlamento) de partidos extremistas, abiertamente racistas y homófobos.
Divisiones internas en este bloque, centradas en la figura de este polémico e insaciable líder, fueron sin embargo la estocada final que puso fin a su gestión y posibilitaron la formación del nuevo Ejecutivo, que a partir de hoy está encabezado por el ultranacionalista religioso Naftali Benet, quien creció políticamente bajo la sombra de Netanyahu.
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Existe una generación entera en Israel que no recuerda otro primer ministro que Benjamín Netanyahu. Que si no nació con él en el cargo, no tiene memoria de otro político ocupando la residencia de la calle Balfour de en Jerusalén.
Lo mismo a nivel internacional donde, a sus 71 años, su inglés pulido, sus presentaciones de powerpoint y su retórica característica hicieron de Netanyahu la cara visible de Israel.
Tal vez por eso sea tan resonante que su mandato haya llegado a su fin. Un final para muchos anunciado, al que llega tras un largo camino, zigzagueante y pantanoso, en el cual intentó aferrarse al cargo con uñas y dientes, con promesas, con trampas, con manipulaciones y con cuatro elecciones en dos años, en las que no logró la mayoría necesaria para revalidar su mandato.
Tras tres comicios generales en los que tampoco lograron conformar un Gobierno sin Netanyahu, los partidos de la oposición -incluidos partidos de derecha creados por antiguos aliados y acólitos convertidos ahora en rivales o enemigos- terminaron sacrificando promesas a sus votantes, rompiendo barreras ideológicas y estableciendo alianzas hasta ahora inimaginables, todo con un único objetivo: reemplazarle.
Esa obsesión por expulsar al mandatario del cargo fue comparable durante años a su propia fijación por perpetuarse en él, algo que demuestra hace años en sus campañas, sus discursos y su abordaje de la política local e internacional, con constantes alusiones a sus logros y éxitos personales, como la veloz campaña de vacunación contra el coronavirus en el país, enarborlada para sumar votos en los últimos comicios de marzo.
Más allá de su evidente convicción de ser el político más cualificado para liderar el país, uno de los principales motivos por los que Netanyahu necesitaba seguir siendo primer ministro eran los recursos que el cargo le ofrecía en el juicio por corrupción que enfrenta desde hace un año y por el que podría acabar preso.
Fraude, cohecho y abuso de confianza, en tres casos distintos, que avanzan lentamente en una Justicia a la que tanto él como sus fieles aliados no han dejado de atacar y obstaculizar en los últimos años.
Durante su tiempo en el puesto, Netanyahu avanzó una clara política económica tendiente al libre mercado y trabajó por convertir Israel en una potencia económica mediante el modelo de la «nación startup».
Respecto al conflicto con los palestinos, se opuso de forma ferviente a los Acuerdos de Paz de Oslo (1993-94) y se fue alejando cada vez más de la solución de dos Estados y la creación de un Estado palestino independiente, a favor de las políticas de colonización y anexión de sus territorios.
En paralelo, trabajó en defensa de la identidad y mayoría judías en Israel y favoreció los intereses tanto de los ultraortodoxos -fieles socios de Gobierno durante años- y de los colonos en Cisjordania ocupada.
Sus vínculos con líderes internacionales, hoy principalmente miembros de la derecha dura europea y latinoamericana, y los recientes acuerdos con países del Golfo Pérsico -mediados por el expresidente estadounidense Donald Trump-, han sido una de sus principales banderas de campaña en los últimos años.
A esto se sumó, entre otras cosas, una fuerte política de Defensa, enfocada sobre todo en las amenazas que Irán y Líbano entrañan para el Estado de Israel, según su postura, y por la que obtuvo el rótulo de «Míster Seguridad”, que se suma a una larga lista que incluye también los de «Mago» y «Rey».
Pase lo que pase con su futuro, tanto en la arena política como en los tribunales, la carrera de Netanyahu está lejos de haberse terminado, y alcanza con repasar su trayectoria para dimensionar la magnitud de su figura tanto dentro como fuera de la residencia del primer ministro.
Su primer cargo fue en 1982 como número dos de la legación diplomática de Israel en Estados Unidos, donde había realizado sus estudios universitarios. Luego le llegó el puesto de Embajador ante la ONU, al que renunciaría en 1988 para iniciar su trayectoria política en el Likud, partido que ha encabezado por buena parte de los últimos 30 años.
En 1996, a sus 46 años, se convirtió en el primer ministro más joven del país, un cargo que mantuvo por tres años, antes de ser derrotado por el entonces laborista Ehud Barak. Tras un impás durante el cual se dedicó a los negocios, volvió a la primera plana política en 2002, primero como ministro de Asuntos Exteriores y luego de Finanzas.
Su segundo período como primer ministro comenzó en 2009 y desde entonces había logrado retener el puesto tanto en las elecciones de 2013 y 2015 como durante el bloqueo político de los últimos dos años, que incluyó cuatro rondas electorales.
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