En una región con acceso desigual a la inmunización y a la salud, los eventuales castigos a los no vacunados podrían terminar por aumentar las brechas existentes.
Las variantes de coronavirus están cambiando la manera en que la humanidad enfrenta la pandemia. Su mayor capacidad de contagio, expresada en delta con particular intensidad, está forzando a replantear los objetivos de vacunación, que se fijaron informalmente en torno al 70% de la población, y que ahora aparecen como modestos o directamente insuficientes a la luz de los nuevos brotes que son capaces de conquistar rápidamente a los no vacunados incluso en países como Israel o España, con planes muy avanzados.
En América Latina, los porcentajes de voluntad de vacunación son altos: una mayoría quiere inmunizarse. Pero también variables, y en muchos casos apenas por encima del mencionado 70%, según una encuesta periódica global que mantiene activa el Centro de Datos Sociales de la Universidad de Maryland .
A la luz de todo ello, el debate sobre la necesidad de obligar a las personas a vacunarse se ha instalado en el mundo entero. A la vanguardia está Emmanuel Macron: el presidente francés anunció hace unas semanas que sería necesaria prueba de inmunización para permanecer en espacios como restaurantes o cines. Acto seguido, aumentó la cantidad de citas solicitadas en el sistema de vacunación de la República. Italia le seguiría al poco tiempo. En el otro extremo se ubica la administración estadounidense: Joe Biden y su equipo se rehúsan por ahora a considerar mandatos federales, ni siquiera entre empleados públicos.
La traducción del debate al contexto latinoamericano está resultando aparatosa, pues la vacunación en el continente ha estado marcada desde el principio por la falta de acceso. En primera instancia, esta brecha se daba entre países: apenas un puñado de naciones privilegiadas (por ingresos, conexiones y habilidad diplomática) lograron contratos de temprana entrega cuando la oferta mundial era escasa. Ahora que esta restricción se va aflojando y las dosis fluyen al menos a las economías más grandes y mejor posicionadas del continente (otras más pobres, como Honduras, Guatemala o Bolivia, siguen sufriendo por lograr una entrega regular y abundante), las diferencias de acceso pueden trasladarse al seno de cada país.
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