Osama Bin Laden había soñado con un ataque de proporciones apocalípticas durante años. Confió la tarea en el pakistaní Khalid Sheikh Mohamed, sindicado como el cerebro. Toda la planificación de los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono duró unos 15 meses. Fueron cuatro aviones -uno de ellos se estrelló sin impactar en ningún objetivo- que conmovieron al mundo. Menos al afgano y al núcleo duro de Al Qaeda que estaba al tanto de lo que ocurriría.
Bin Laden, quien entonces tenía 44 años, sabía también que a partir de ese momento su cabeza tendría un precio tan alto que comprometería a todos los que estuvieran a su alrededor. Fue por eso que buscó refugio durante 10 años con la complicidad de talibanes y pakistaníes para esconderse y sobrevivir. Pero el 10 de septiembre, cuando el mundo ni sospechaba que estaba a punto de cambiar para siempre, hizo una última llamada.
El jefe terrorista islámico telefoneó a su madre, Alia Ghanem, quien se encontraba en Siria su país natal. Fue conciso y su tono parecía casi de despedida. Le informó que lo más probable era que no podría reunirse con ella durante un tiempo largo (¿quizás nunca?) porque en pocas horas iba a ocurrir “algo grande” que pondría fin a sus comunicaciones durante mucho tiempo, de acuerdo a una publicación de la revista Newsweek.
El vínculo de Bin Laden con Ghanem siempre fue cercana. Cuando tenía tres años, su madre se divorció de Mohammed Bin Laden dejando que el niño fuera criado por el segundo marido en Arabia Saudita. Durante su niñez fue a la escuela en Jeddah, y en su juventud se unió a la Hermandad Musulmana. Luego viajaría a Pakistán y Afganistán para luchar contra la Unión Soviética junto a afganos y talibanes, quienes años después le darían hospedaje. Ese tiempo le sirvió para vincularse a intelectuales de la yihad y comenzar a convertirse en líder extremista.
Al día siguiente de esa llamada de despedida, Alia Ghanem supo de qué hablaba su hijo cuando le dijo que “algo grande” estaba a punto de ocurrir. También supo que nunca más podría verlo. Ni vivo, ni muerto. Diez años después, un equipo de comandos Seal de los Estados Unidos localizó al jefe terrorista y lo mató el 2 de mayo de 2011 en Abbottabad, Pakistán.
El entonces presidente estadounidense Barack Obama y su vicepresidente Joe Biden, junto con miembros del equipo de seguridad nacional, reciben información actualizada sobre la misión contra Osama Bin Laden en la Sala de Situación de la Casa Blanca, el 1 de mayo de 2011. También aparecen la secretaria de Estado, Hillary Clinton (segunda a la derecha), y el secretario de Defensa, Robert Gates (a la derecha) (Reuters)
Hoy, el grupo terrorista parece haberse reducido, pero está lejos de estar muerto. Seguramente se fortalezcan luego de la partida de las fuerzas norteamericanas de Afganistán. Tendrán por delante la disputa de poder con el Estado Islámico, otro grupo fundamentalista y responsable de atroces atentados.
El atentado
El 11 de septiembre de 2001, cerca de las 8 de la mañana, 19 yihadistas de Al Qaeda secuestraron cuatro aviones de pasajeros para realizar unos atentados que cambiaron el rumbo de la historia.
Los terroristas, originarios en su mayoría de Arabia Saudita, apuntaron contra los símbolos económicos, militares y políticos del país más poderoso del mundo.
Dos aviones fueron estrellados contra el World Trade Center en Nueva York y un tercero contra el Pentágono, cerca de Washington DC.
Un cuarto avión apuntaba posiblemente contra el Capitolio, sede del Congreso, o la Casa Blanca, pero tras la heroica intervención de sus pasajeros se estrelló en una zona rural de Shanksville, en Pensilvania.
Ese día, en menos de dos horas, las Torres Gemelas fueron reducidas a una montaña de polvo y acero incandescente, una porción del Pentágono también quedó severamente dañada.
Fue la jornada más oscura de Estados Unidos: 2977 personas murieron y 25 mil resultaron heridas. Miles siguieron sufriendo las consecuencias incluso años después de los ataques.
Infoabe
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