Roberto Lara se levanta la camisa y relata cómo lo quisieron matar. Su cuerpo está cubierto de tatuajes y de los rastros que le dejaron las balas. Son como capítulos de su historia.
Por BBC MUNDO
Las primeros vestigios están repartidos en el antebrazo izquierdo. Son tres marcas marrones unidas por una cicatriz blancuzca que parece la ruta de un ferrocarril en un mapa.
Roberto recuerda que era el año 2015. Que era abril y que era el sábado 11. Cuenta que escuchó los gritos de su esposa Reina en la puerta de su casa ubicada en la comuna de Aragón, en el este de San Salvador, la capital de El Salvador.
Cuando salió a la calle, alarmado por los alaridos de su mujer, vio que la sujetaba un hombre que comenzó a darle órdenes a otro que le apuntaba con un arma.
Él los reconoció de inmediato. El que sujetaba a Reina era un vecino que había vivido en el barrio desde que eran niños y el otro, un pandillero que pocos minutos antes le había gritado morbosidades a ella en la calle. Roberto le había pedido que no se sobrepasara.
Cuando quiso decir algo, solo escuchó la orden: «¡Ahí está, Cabra, tírale pues!».
Un silencio.
Y después ocho estallidos. Buena puntería: los ochos tiros le dieron en el cuerpo.
– Siempre me pidieron colaboración y no se las quise dar, relata mientras se baja la camisa. Me tenían ganas como se dice. Entonces lo de Reina solo fue una excusa.
Roberto rememora sentado en la entrada de uno de los centros de la Agencia de Recepción de Solicitantes de Asilo de Bélgica (Fedasil, por sus siglas en neerlandés), ubicado en el sur del país europeo. A 10.000 kilómetros de El Salvador, la distancia que se vio obligado a recorrer para salvar la vida.
«Cuando sentí que un disparo me rozó la cabeza, caí al suelo y pensé ‘si comienzo a ver negro es que ya me morí'».
Roberto es menudo, se amarra el pelo en una pequeña cola de caballo y tiene una nariz pronunciada. Ríe todo el tiempo. Se ríe de que su mujer continúe con el relato de cómo él se incorporó y los atacantes huyeron espantados al ver que se levantaba del piso como si hubiera resucitado.
Uno de sus tatuajes, a la altura del estómago, es una frase escrita en honor de su madre: «El día que te fuiste al cielo, Dios te dio alas y a mi me arrancó el corazón». Otros se los hizo Reina, que le acaricia la nuca mientras habla. A su lado están Astrid y Justin, los hijos de ella que él adoptó cuando se fueron a vivir juntos, hace ya casi un década.
– Lo siguiente que me acuerdo, ya de pie, fue que le dije a ella ‘tranquila que no me estoy muriendo’, retoma Roberto mientras se levanta la camisa de nuevo para mostrar las tres cicatrices que los tiros le dejaron debajo de la axila izquierda.
«Entonces ella me abrazó, sin querer metió los dedos en los huecos que me hicieron las balas y comenzó a gritar».
Pero ese ataque no fue la razón por la que él terminó marchándose. Roberto tuvo que huir de El Salvador cuatro años después, debido a que las pandillas lo presionaban sin tregua para que retirara la denuncia que había hecho contra el hombre que le había disparado.
Y voló hasta Bélgica para pedir asilo. Sin embargo, las autoridades belgas se lo negaron.
-Hace poco nos llegó la carta en la que nos respondían negativo a nuestra solicitud, explica. Ahora solo nos queda apelar.
El contraste
Esta es una historia que se repite cada vez más a menudo: El Salvador fue hasta 2020 (el último año del que se tienen estadísticas) la tercera nacionalidad con mayor número de solicitantes de asilo en Bélgica, después de Siria y Afganistán.
Pero a la vez, tiene el porcentaje de respuestas negativas más alto: cerca del 90% de los pedidos son rechazados. En el último año, de 328 solicitudes ingresadas para apelación, solo 28 fueron aprobadas, indican cifras de la Corte de Apelaciones de Inmigración de Bélgica.
El contraste llama más la atención porque antes de octubre de 2019 ocurría todo lo contrario: el 70% de las solicitudes de asilo de salvadoreños eran concedidas.
«De un día para otro, parece que El Salvador se convirtió en un paraíso para el gobierno belga», dice con ironía Roberto.
Él eligió Bélgica porque allí, a diferencia de otros países como España o Italia, no hay rastro de las maras, las pandillas que han marcado el pulso de la violencia en su país durante años. Y porque varios casos similares a los suyos habían sido acogidos.
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