Con sus manos marcadas por el nailon con el que lo ataron durante 36 horas, Pedro, un joven de 20 años, hace un escalofriante relato y dice que está vivo de milagro.
Es la primera vez que habla del infierno que vivió el pasado 2 de enero. Él es uno de los pocos secuestrados por el ELN al que le perdonaron la vida, en medio de la violenta disputa territorial y por el narcotráfico que azota a Arauca, en la frontera con Venezuela.
Las autoridades colombianas aseguran que al menos 50 personas fueron sacadas de sus casas o fincas con la intención de ser asesinadas. Hasta ahora, ya han sido encontrados 27 cuerpos sin vida, todos con tiros de gracia. Sin embargo, en comunicados de los frentes 10 y 28 de las disidencias de las Farc, se señala que los desaparecidos ascienden a 80. Hoy Arauca es el corazón del infierno.
El 2 de enero, Pedro madrugó a las cinco de la mañana a la Horqueta, Arauca, a buscar el pago de su quincena como empacador de plátano. Ese domingo salió de su casa en pantaloneta, chanclas y sin camisa. Se subió a la moto y, justo cuando iba llegando a la finca, se encontró a varios hombres que llevaban brazaletes del ELN.
Pedro sintió terror al ver que les estaban apuntando con sus armas en las cabezas a un grupo de jóvenes. “No me sorprendió, porque uno por acá ya se acostumbra a verlos. Toda la vida ha sido lo mismo”, relató a SEMANA. De repente, a Pedro lo llamaron con nombre propio y se estremeció. El consejo que más se escucha en esta región es uno solo: “Usted acá es sordo, ciego y mudo. Entre menos sepa, más vive”.
Pero a Pedro lo sentenciaron: “Se va con nosotros por sapo”. Eso le dijeron mientras lo tiraron al suelo y lo acusaron de ser el segundo al mando de una estructura de las disidencias de las Farc.
El dueño de la finca y otros vecinos del sector advirtieron que se trataba de un error, pero nada frenó la orden del delincuente. A partir de ese momento, Pedro estuvo en tinieblas. Le vendaron los ojos y, bajo 35 grados de temperatura, caminó por horas, cruzó ríos, lo transportaron en motos y camionetas.
Cuenta, por la zona en la que se movía, que atravesó la frontera y llegó a un campamento grande del ELN. En algún momento, dice que escuchó, entre cientos de voces y el sonido constante de fusiles y armamento, que ya estaba en Venezuela y que simultáneamente a su secuestro se estaban fraguando otros más.
“Pensé que ese día me mataban. Lloré y les rogué que no lo hicieran. Pensaba en el dolor que eso le causaría a mi abuela de 85 años”, cuenta, con un nudo en la garganta. A su mente llega el recuerdo de las fotos que circularon en redes sociales de 27 personas, entre ellas dos menores de edad, dos mujeres y cuatro ciudadanos venezolanos: todos ellos aparecieron asesinados y tirados en las orillas de las carreteras y de los ríos, en municipios como Tame, Fortul, Saravena y Arauquita.
Él sabe en carne propia lo que las víctimas vivieron antes de su muerte. Pedro narra que durante el primer día no le dieron de comer. Le exigían que entregara las caletas que supuestamente tenía del frente 10 de las disidencias de las Farc. Le insistían que dichos delincuentes habían cometido el error de extorsionar a familias del ELN y que por esa razón él y muchos más iban a morir. Era la declaración de una guerra sin piedad, pero antes de segar sus vidas pedían información.
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