El aumento del costo de vida es un fenómeno global, pero sus efectos revelan el nivel de precariedad y dependencia de cada país. De la yuca a los pasajes de avión y del estallido ecuatoriano al pinchazo de popularidad de Biden: así está impactando el alza de precios en todo el continente.
A los economistas les gusta decir que la inflación es el impuesto más injusto: no necesita aprobación de ningún Congreso y afecta desproporcionadamente a los más vulnerables. Pero en términos geográficos, el aumento en el costo de vida es un fenómeno tan global como la covid, porque en gran parte es consecuencia de esta. Empezó hace más de un año, con dos detonantes: los subsidios y transferencias de efectivo que hicieron muchos países a trabajadores y sectores más frágiles para prevenir una caída mayor en sus economías (eso disparó la demanda); y la ruptura de las cadenas de suministro (eso limitó la oferta). No es que los expertos no esperaran la inflación, pero creían que iba a pasar. Hasta finales del año pasado, autoridades a cargo de los bancos centrales en economías avanzadas, como Jerome Powell (Estados Unidos) y Christine Lagarde (Europa) aseguraban que era “transitoria”. No contaban con Putin: el 24 de febrero, Rusia invadió a Ucrania.
La guerra profundizó este fenómeno. Si antes se pensaba que al recuperar el ritmo de la producción se estabilizarían los precios, el inicio de un conflicto bélico inyectó más incertidumbre a la fórmula. En esencia, la inflación no es más que las expectativas sobre los precios en un determinado momento. Si un productor o un comerciante creen que sus insumos van a salir más caros mañana, aumentan los precios hoy. Y no hay nada que inquiete más que una guerra que nadie sabe cuánto va a durar, y que afecta en forma directa los precios del petróleo y de algunas materias primas. Cada sociedad vive este fenómeno global como una tragedia particular. Si, en Estados Unidos, el costo de la gasolina ha hundido la popularidad de Joe Biden e impacienta a los demócratas frente a las elecciones intermedias de noviembre, en Ecuador puso en pie de guerra a las comunidades indígenas del país —aproximadamente el 7% de la población—, que viven economías de supervivencia, y dejó expuesta la desatención de décadas a estos sectores.
No todas las economías están tan asfixiadas como la ecuatoriana, que ha sufrido especialmente los efectos de la guerra (un cuarto del plátano que exporta iba a Rusia y a Ucrania, por ejemplo), pero a ambos lados del océano se han ido encendiendo fogatas de impaciencia. En abril, el Gobierno de Sri Lanka se vio obligado a declarar estado de emergencia a causa de las protestas ciudadanas por el precio de los combustibles y los alimentos. En mayo, choferes de autobuses bloquearon las calles en Ciudad de México para que les permita aumentar el precio del pasaje para costear la gasolina. En Reino Unido, los ferroviarios paralizaron casi por completo los trenes —la huelga más grande en 30 años— para exigir aumento de sueldos. Las protestas impulsadas por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) paralizaron al país durante 18 días; ha sido el paro más largo de los últimos años. Y estas solo son algunas.
Según el Fondo Monetario Internacional, la inflación promedio en esta parte del mundo será de 11,2% este año y 7,1% el que sigue, muy por encima de la meta más común de entre 2% y 4%. Aún así, el número promedio puede ser un poco engañoso, porque no retrata los incrementos más dramáticos ni las decisiones que cada familia tiene que tomar (no es lo mismo renunciar a las vacaciones que elegir entre la carne y las medicinas). Mientras los Gobiernos bajan aranceles y eliminan impuestos para aliviar al consumidor, los bancos centrales han ido subiendo la tasa de interés hasta acercarse a máximos históricos. Pero, en economías con poca bancarización y mucha informalidad como las que pueblan el continente, la política monetaria tarda en surtir efecto. Por ahora, los golpes van revelando el nivel de precariedad y las dependencias de cada economía.
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