Contra todo pronóstico y con un presupuesto de apenas un dólar al año, el Museo del Instituto de Zoología Agrícola de Maracay, en Venezuela, sigue de pie.
Una carretera deteriorada, cubierta por la maleza, conduce a la edificación, construida en 1948, que alberga la colección de libélulas más grande de Latinoamérica y otros 3 millones y medio de insectos, en cuyos organismos los científicos pueden encontrar información de enfermedades, sobre el cambio climático o sobre moléculas para desarrollar nuevos fármacos.
“No contamos con nada, todo lo que necesitamos lo tenemos que generar, ya sea a través de donaciones o por visitas guiadas. Eso, por supuesto, mantiene al personal sumamente estresado, preocupado, porque no sabe el día de mañana cómo vamos a seguir funcionando. Y lo importante es que este es un patrimonio de Venezuela para el mundo, que no se puede perder”, sostiene el director de la institución, Pedro Clavijo, entomólogo, especialista en agricultura y pesca.
Una luz parpadea en la entrada del museo, de inmediato, Clavijo interrumpe. “Esta oscuridad no es para proteger las obras, sino simplemente porque no tenemos bombillo”, aclara.
El dinero que habían reunido para comprar las lámparas tuvo que gastarse en reparar la bomba de agua. Y así operan, resolviendo una avería tras otra.
“La situación que más nos estresa es la falta del aire acondicionado, no en nuestras oficinas, porque ninguna tiene aire acondicionado, pero sí las colecciones de insectos. Deben tener condiciones de humedad y temperatura para evitar que se deteriore. Cuando eso ocurre, ustedes nos van a ver por las redes sociales pidiendo auxilio”.
La última vez que el aire se dañó, los aportes de una fundación europea les permitieron repararlo. “No sabemos si la próxima crisis, que seguramente vendrá en cualquier momento, vamos a ser capaces de obtener unos recursos como esos”, lamenta Clavijo.
En Caracas, la delincuencia puso contra las cuerdas al Instituto de Medicina Tropical, que también subsiste gracias a donaciones privadas. En los últimos 5 años, se reportaron 86 robos en el lugar.
“Se llevaron computadores, impresoras, fotocopiadoras, pipetas ¡Qué no se llevaron! ¡Hasta las engrapadoras! El día que yo llegué y mi sección estaba toda en el pasillo, destruida, con todas las tesis, los trabajos, los tubos de ensayo, todo en el suelo, lloramos como si se nos hubiera muerto alguien”, recuerda la doctora en parasitología, Belkisyolé Alarcón de Noya, directora del instituto.
Este año, el Estado venezolano restituyó algunos de los equipos robados y financió la restauración de sus instalaciones, pero lo que no se recupera, según la directiva del centro, es el recurso humano. El instituto solía tener 80 empleados. Hoy la mitad de ellos han renunciado por la crisis económica.
“¿Hasta cuándo aguantamos? Hasta que el cuerpo pueda, hasta que yo pueda subir las escaleras, hasta que pueda dar las conferencias. Yo ya estoy jubilada desde 2007, y aquí estamos. Nosotros los años de la pandemia no dejamos de trabajar un solo día, a pesar de los robos”, exclama.
En Venezuela, el 4,61 % del presupuesto de la nación se destina a ciencia y tecnología, según la presidencia de la República.
Más allá de estos números, los investigadores venezolanos confiesan que, repetidamente, sacan dinero de sus propias cuentas para velar porque la ciencia no quede rezagada.
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