Si Isabela pidiera un deseo, sería una muñeca. O un vestido nuevo. O una casa de cemento y ladrillo. Aunque, si lo piensa mejor, pediría más bien que nunca más falte la comida en su casa para no tener que dormir cuando le toca comer.
Por Karla Pérez Castilla | EL NACIONAL
Por ahora, a Isabela no le queda otra salida que asumir con resiliencia la crueldad de la pobreza. Y más que por fortaleza, su resistencia se debe al sometimiento de sus pasos cortos y al balbuceo en sus palabras: a la dependencia inherente de su infancia que le impide hacer o decir algo contra el hambre. El rastro de la pobreza está reflejado en su cuerpo, y en su rostro, que también es el rostro de los abandonados. En su entorno —como en el de todo el que la sufre—, la pobreza es el desencadenante de carencias que golpean a velocidades fuertes. Y como en Isabela, los síntomas son visibles en quienes fueron despojados de su energía; en el peso y la talla.
Isabela vive en La Victoria, una vereda de Río Chico, ubicada en Barlovento, una región donde el hospital no tiene insumos médicos y casi no hay profesionales; el servicio de agua no es estable, la luz la cortan todos los días y la venta de gas es cada cinco meses.
Río Chico es uno de los puntos negros en el ya de por sí empobrecido mapa económico del estado Miranda, que perdió el valor turístico que hasta hace una década servía de ingresos para la región. Sus habitantes —como el resto de los venezolanos— han tenido que reinventarse para poder sobrevivir a la crisis política, social y económica más profunda de la historia reciente de Venezuela, que tiene la inflación más alta del mundo y una moneda sin valor.
En ese lugar se ubica el rancho en el que vive Isabela desde hace cuatro meses, porque su madre, Liset*, quedó en la calle junto con sus otros dos hijos, Daniela* y Deivis*, tras ser desalojada de la casa donde vivían. «A mí me ayudan mi mamá, mi papá o mi hermana, que tiene una hija también pequeña, o ella», dice apuntando a Giselle*, su cuñada, quien le dio posada y está embarazada de su quinto hijo. Solo vive con tres de ellos.
Es junio de 2022. Son las 10 de la mañana de un martes y nadie en la vivienda ha desayunado. Liset, 25 años de edad, un metro setenta, piel morena. Su pantalón azul no le alcanza a cubrir los tobillos y su franela blanca desgastada le acentúa aún más su delgadez; las trenzas en todo su cabello negro son características de las mujeres de la región. De sus brazos no se separa Isabela, pequeña, de cabello castaño y mirada tranquila; tiene puesto un vestido de jean y el último pañal que le quedaba, que Liset guardaba con celo para una ocasión que lo mereciera.
El rancho es pequeño, de unos 10 metros de largo por 4 de ancho. Las paredes, al igual que el techo, son láminas de zinc que fueron acomodadas una junto a otra para lograr la altura y el largo de la estructura, como muchos otros ranchos de Barlovento. A su alrededor, en lo que sobra de terreno, la maleza ha crecido a su paso durante meses porque ni a Giselle ni a Liset les ha sobrado dinero para mandarla a cortar. En la sala solo hay espacio para las dos camas que comparten Érika*, Ingrid* y Gisela*, las tres hijas de Giselle; un viejo escaparate roto, una mesa de madera, una bombona de gas, una hornilla a la que solo le sirve un fogón y tres sillas rotas. El baño, sin lavamanos ni regadera, está lleno de tobos donde almacenan el agua. El resto del espacio es el cuarto de Giselle y su pareja, siempre ausente. Afuera, detrás del baño y del cuarto, está la habitación de Liset y sus hijos, que construyeron al poco tiempo de llegar ahí.
Han pasado 6 meses desde que a Isabela el doctor le dio el alta por desnutrición. Ya tiene 1 año y 5 meses de edad. Pero Liset no sabe cuánto pesa actualmente, cree que se mantiene en los mismos 6 kilos 400 gramos de su último peso, cuando tenía 10 meses de nacida. Está casi segura de que no ha perdido ni ha ganado peso. La ve igual. Si lo que deduce es cierto, se trataría nuevamente de un caso de desnutrición, pues, como sucede en la gran mayoría de los recuperados, Isabela habría recaído. Esta vez, posiblemente, estaría en una desnutrición aguda moderada.
La desnutrición de Isabela fue diagnosticada cuando tenía 3 meses de nacida tras ser ingresada en el Hospital Ernesto Regener, el hospital del pueblo, porque estaba enferma y no quería comer. «Fue en pandemia cuando la niña se me enfermó. Ella no comía, estuvo hospitalizada, me decían que se iba a morir porque estaba muy flaca. Ella tampoco orinaba, yo le hice exámenes y todos salieron bien. La llevé para Caracas y me dijeron lo mismo», comenta Liset.
Isabela nació pesando 3 kilos 500 gramos, un peso normal en un recién nacido, que debió ir en aumento con el pasar del tiempo. A la edad que tiene debería estar en los 13 kilos. Pero, debido a que no tuvo una buena alimentación desde que nació, no aumentó de peso ni creció como debía. Ella, como todo recién nacido, y hasta por lo menos los primeros 6 meses de vida, debió ser alimentada con leche materna. Sin embargo, Liset la dejó de amamantar antes de los 3 meses y le sustituyó la lactancia por leche entera, y teteros a base de crema de arroz. Pero no siempre tenía dinero para comprar leche, así que resolvía con lo que tuviera en casa.
Isabela permaneció hospitalizada tres meses con un cuadro de retención de líquido en manos y pies, también por desnutrición. Cuando le dieron el alta, Liset la llevó a la Fundación Ponte Poronte en Caracas, una organización que atiende a niños en estado de desnutrición, mujeres embarazadas y madres lactantes. Para ese entonces, a sus 6 meses de edad, pesaba 2 kilos y medía 65 centímetros. Tenía desnutrición aguda severa.
«En Barlovento no hay centro de ayuda nutricional, en el hospital sí hay control de niño sano, pero ven a los niños cuando ellos quieren; varias veces la llevé y lo que me decían era que estaba bien, me preguntaban que para qué la llevaba si ella estaba bien, hasta que me tocó ir a Caracas. Fue donde me la atendieron».
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