El venezolano José Gregorio Hidalgo se despertó en un hospital en el norte de Panamá, con collarín, sin poder moverse. Había sobrevivido al accidente el pasado febrero de un autobús con migrantes en el que murieron 39 personas. «El sueño americano es prácticamente una locura», lamenta.
No se acordaba de su hija cuando abrió los ojos, tampoco del «horrible» paso por la selva del Darién, la frontera natural entre Colombia y Panamá, donde al atravesarla vio «ocho muertos tirados», según fue recordando más tarde, entre ellos «una señora con una niña en una carpa (y) un señor que se había caído de un cerro».
La selva era la parte más peligrosa del trayecto, pero superados los ríos crecidos, los posibles atracos y violaciones, o la falta de agua potable contaminada por los cadáveres y los excrementos de los migrantes, solo quedaba avanzar hacia el norte, hacia Estados Unidos.
Así que, acompañado por su pareja ecuatoriana y el hijo adolescente de ésta, se subió a uno de los autobuses habilitados por las autoridades panameñas para agilizar el paso de migrantes por el país y comenzaron el trayecto rumbo a la frontera con Costa Rica.
Nunca llegaron. Cuando se encontraban solo a unos pocos metros del centro de recepción migratoria en Gualaca, en la provincia fronteriza de Chiriquí, el autobús comenzó a tambalearse. «¡Cuidado, mi amor!», le gritó a su pareja, agarrándola.
El vehículo se salió de la carretera y cayó a una pequeña hondonada, convertido en un amasijo de hierros. Viajaban 66 personas, falleciendo el conductor, su ayudante, ambos panameños, y 37 migrantes, varios de ellos menores de edad.
Su pareja ecuatoriana sobrevivió al accidente, rescatada por su hijo que sufrió heridas leves, pero le quedó el rostro desfigurado, teniendo que someterse a sucesivas cirugías para reconstruirlo.
«El sueño americano es prácticamente una locura, sí me entiende», asegura a EFE el joven de 26 años, advirtiendo además el reciente atropello frente a un centro de acogida de migrantes en Estados Unidos, en el que murieron al menos siete venezolanos.
LA DERROTA DEL REGRESO
Hidalgo piensa quedarse un tiempo en Panamá mientras se recuperan y por ahora no se plantea retomar el viaje hacia Norteamérica. Tampoco busca volver a Venezuela. «No quiero regresar a mi tierra derrotado, llegar allá con las manos vacías. Como me dice mi mamá, eso no le importa a ella, pero a mí sí me importa».
Su pareja ecuatoriana, que pide el anonimato, solo piensa en recuperarse «al 100 %» antes de pensar en el siguiente paso, y se siente frustrada por haberse «estancado» en ese centro, habilitado por una organización católica para los heridos en el siniestro.
La mujer trabajaba en Ecuador en una farmacia, y además había hecho un curso de auxiliar de enfermería, algo que se nota cuando describe cada una de las fracturas y heridas en su cuerpo. Le «tocó salir porque el sueldo no alcanzaba».
Con un salario de 450 dólares, gastaba la mitad en el alquiler de su vivienda, a lo que se sumaba el transporte diario de dos dólares, 45 dólares por el Seguro Social, entre otros gastos. Además, recuerda, su tranquila ciudad se había vuelto muy violenta, por lo que su hijo podía ser «presa fácil» de las pandillas. Así que decidieron migrar.
Tenían la experiencia de conocidos que habían llegado a Estados Unidos en 10-15 días, incluso con un presupuesto menor al suyo, de 1.000 dólares frente a los 3.000 dólares que portaban.
Pero a diferencia de cuando estos viajaron, «ahora todo es plata», convirtiéndose en una sangría constante. Todo cuesta dinero, sea lavarse, acampar, transportes. Los migrantes, sin embargo, siguen viajando, y cada vez más.
Solo en los primeros cuatro meses de este año más de 127.000 migrantes que se dirigen a EE.UU. llegaron a Panamá tras cruzar la jungla, un número seis veces superior al mismo periodo de 2022, que cerró con la cifra récord de más de 248.000 personas transitando por la zona.
Al preguntarles todos recuerdan esa selva «desesperante», que se complica cuando se viaja con niños.
«Ahí es donde la mayoría de los migrantes corremos el peligro de perder nuestras vidas. De hecho en esa caminata fue donde encontramos cadáveres, en lo que era en carpas y otros tapados», explica, aunque para ella el verdadero peligro llegaría luego.
«Eran casi las 4 de la mañana, cuando el bus se empezó a tambalear. (…) Recuerdo que me dijo mi marido, ‘agárrate, amor, agárrate’ (…) Lo que hizo fue abrazarme, yo me agarré del asiento en posición fetal. Y el bus se volteó, hasta ahí recuerdo». EFE
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