El rostro de Angélica reflejaba la desesperación: “¿Qué puedo hacer? No tengo dinero para seguir, llevo 24 horas sin comer y allí —señaló una carpa en un terreno baldío— están mis niños”, dijo momentos antes de que un habitante de Bajo Chiquito se compadeciera, le regalara comida y tres pedazos de bloque de cemento para que improvisara un fogón en el piso.
Mientras preparaba la comida a sus tres hijos dijo que lo más duro, lo que jamás imaginó presenciar, fue el suicidio de una pareja de haitianos después de que su bebé cayera accidentalmente por un abismo. Ese día se arrepintió de haber emprendido el viaje desde Venezuela hacia los Estados Unidos y pensó en regresar, pero ya era demasiado tarde. Debía continuar y sobreponerse a las desgracias.
La vida en Bajo Chiquito
Cuando pisó Bajo Chiquito pensó que se encontraría con un pueblo de casas de madera rodeadas de árboles altos y frondosos, un pueblo indígena sin mucho que ofrecer más que un espacio para descansar y recuperar energías. Pero lo que vio fue un poblado convertido en un inusual centro de negocios en medio de la selva. Pequeño, sí, pero con una infraestructura comercial al mejor estilo de una ciudad intermedia. Hay restaurantes, tiendas de víveres, servicios de internet y oficinas para cambio de moneda. Más de la mitad de las casas están construidas con cemento y algunas están rodeadas de carpas que alquilan a los migrantes.
Desde el aire, Bajo Chiquito parece una pequeña telaraña multicolor atravesada por una calle pequeña pavimentada por la que van y vienen migrantes arrastrando carretillas con mercancía de un local a otro a los que les pagan, en promedio, 15 dólares al día. El río Tuquesa —donde atracan lanchas de motores de alta potencia— bordea la telaraña y es por donde llegan los migrantes.
Connectas llegó hasta Bajo Chiquito para constatar la transformación inédita de un pueblo selvático que dependía de la pesca y la agricultura. Históricamente ha ocupado los primeros lugares de pobreza en Panamá, pero desde hace un par de años la migración transformó su realidad. Si bien sus 300 habitantes estaban acostumbrados al paso de los migrantes, el flujo de personas se disparó después de la pandemia. Según los registros oficiales, en 2020 cruzaron 6.465 personas de manera irregular, para el año siguiente, fueron 133.726. Y en los primeros siete meses de 2023 van 248.901 migrantes con rumbo a Norteamérica.
Hay días en los que hasta 1.200 extranjeros arriban a Bajo Chiquito en busca de un lugar llano para levantar sus carpas y descansar. La multiculturalidad es propia de una metrópoli del primer mundo: se ven venezolanos, haitianos, afganos, pakistaníes, ecuatorianos, peruanos, chinos, colombianos, cubanos, senegaleses y ugandeses. Por experiencia, porque saben que la caridad es un bien escaso, calculan hasta el último centavo de dólar que pueden gastarse. Todo tiene un precio: las baterías para sus radios, la carga de los teléfonos celulares, un baño con ducha, el agua potable, una pastilla para el dolor, las llamadas al exterior.
También llama la atención la cantidad de menores de edad que se ve dentro de las carpas, en brazos de sus parientes o deambulando solos por los caminos. Según la Unicef, más de 9.700 niños, niñas y adolescentes atravesaron el Tapón en los primeros dos meses de 2023. Es un número récord, siete veces superior a lo registrado en el mismo periodo del año anterior. Pero hay una cifra más aterradora: en esos primeros meses, un promedio de cinco niños por día llegaron solos a Panamá, ya sea porque se perdieron en el camino, los abandonaron o porque sus papás murieron en la selva.
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