Es una tarde cálida, el sol cae oblicuo contra el asfalto. Había gente paseando. Un auto pasa a toda velocidad. El motor rumoroso sobresalta a algún niño. Es rojo. Un Porsche que parece levitar. En la curva se pone de costado, derrapa, pretende quedar siempre paralelo al cordón. Algo falla. Demasiada velocidad, demasiada confianza. Un estruendo, como si la tierra se estuviera abriendo por dentro. El auto pega contra un árbol. Otro estruendo, seco y violento. El auto sigue sin control y pega con un poste de luz de concreto. Da un giro de 180 grados. Un último estruendo. Termina el dominó fatal, el auto impacta contra otro árbol y la inercia se detiene. Después, el silencio. Que parece más profundo, más sagrado después del ruido atronador y sorpresivo, y al suponer el destino irreversible de los pasajeros del Porsche. Nadie habla, nadie pudo siquiera gritar del horror. Como un susurro empieza a crecer otro sonido. Primero leve, luego más fuerte. Es el crepitar de las llamas que están fagocitando los restos del vehículo y a sus dos tripulantes. El humo negro crea una bruma pesada, ominosa.
Por Infobae
Podría tratarse de la escena de una película. Pero fue la vida real. Hace diez años, el 30 de noviembre de 2013, en Santa Clarita, California, a menos de 50 km de distancia de Hollywood, moría en ese accidente automovilístico Paul Walker, una de las estrellas de la saga Rápido y Furioso.
Los testigos contaron que el auto iba muy rápido. Las pericias determinaron que el Porsche iba a alrededor de los 150 kilómetros por hora, más del doble de la velocidad permitida en esa zona. Al pie de un árbol quedaron los restos del auto, fierros retorcidos, chamuscados e informes. En el medio los cuerpos de los dos ocupantes deshechos por el choque (y sus continuaciones) y calcinados.
Ese 30 de noviembre, Paul Walker había organizado una colecta benéfica de juguetes en el concesionario de autos de primera gama que, en Santa Clarita, tenía su amigo y socio, Roger Rodas.
Unos años antes, Walker había creado Reach Out Worlwide, una fundación benéfica que asistía a las víctimas de desastres naturales. La idea surgió cuando ocurrió el devastador terremoto en Haití. Ese mediodía de 2013, Walker juntaba juguetes para los niños que habían sido víctimas del Tifón Haiyan, en Filipinas. Walker y Rodas eran socios en una empresa que comercializaba autos de colección. Cuando finalizó el evento, algunos escucharon decir a Walker lo que serían sus últimas palabras: “Siempre quise ir en uno de estos. Vamos a dar una vuelta”. Él y Rodas se subieron al Porsche rojo y partieron a toda velocidad.
Los que todavía permanecían en el negocio, al escuchar el ruido tremendo del auto impactando contra el árbol supieron de inmediato, sin verlo, que el protagonista del choque era el Porsche. Había salido arando del lugar y escucharon el motor roncar con fuerza y las ruedas chirriar mientras se alejaban.
Tan poco camino había recorrido el auto que, cuando se produjo la colisión, muchos de los que llegaron a intentar apagar vanamente las llamas con sus matafuegos individuales fueron los que estaban en ese local, los que sabían que Paul Walker era el que iba en el asiento del acompañante. Pero no fueron los únicos en tratar de ayudar. Era tal la magnitud de la tragedia, tan evidente el desastre, que muchos espontáneos sacaron sus matafuegos del baúl de los autos y se acercaron.
Entre las que trataban de domar las llamas había alguien más desesperado que el resto. Era un adolescente que vació su matafuegos y que le quitaba a los otros los suyos de las manos y que pedía a los gritos que más gente se acercara. Era el hijo de quién manejaba, el socio de Walker, Roger Rodas. El chico fue el primero en salir corriendo cuando escuchó el ruido ensordecedor. Sabía, no tenía ninguna duda, que el auto que había chocado era el que manejaba su padre.
Lea más en Infobae
Si quieres recibir en tu celular esta y otras informaciones descarga Telegram, ingresa al link https://t.me/albertorodnews y dale click a +Unirme.