Preguntas recurrentes, sobre todo de migrantes venezolanos, en 10 años que llevo cubriendo ese país.
A veces las hacen en calidad de chiste, con sentido irónico, porque la crisis profunda que vivió Venezuela entre 2016 y 2018 se alivió, pero está lejos de resolverse.
Y a veces las hacen con el recuerdo de un pasado mejor: este fue uno de los países más ricos y prósperos de América Latina, y hoy está entre los más pobres.
En esta década la economía venezolana se achicó en un 75% y más de un cuarto de la población (7 de 30 millones) se fue.
Son procesos traumáticos que inevitablemente despiertan la nostalgia, tanto por el país que parece ya no estar, como por la distancia entre los que se quedaron y los que se fueron.
Un buen ejemplo de esa nostalgia que revuelve a los venezolanos es «Caracas en el 2000», la canción del momento, que habla de las guacamayas que vuelan sobre la capital, de la ciclovía dominguera por una frondosa circunvalar montañosa, del raspadito de cola que venden en las calles y de esas otras instituciones típicas que los emigrantes —en este caso, los caraqueños — dejaron de vivir.
Detrás de todo ejercicio nostálgico está la noción de algo perdido.
Y sí, claro, les respondo: Venezuela ya no es tan rica como en los años 60 o 70, pero tampoco tan pobre como en 2018. Y añado: la moneda ahora es el dólar, hay restaurantes tan caros como en Nueva York y la gasolina ahora sí hay que pagarla.
En un país que supo tener un Estado generoso y redistribuidor y una clase media relativamente asentada, la desigualdad, la pobreza y la ineficiencia ahora dominan el paisaje. Y la economía, en general, está en constante transformación.
Pero también es mucho lo que no cambia, caí en cuenta en mi última visita hace unas semanas: no cambian la política, ni la infraestructura, como la gente quisiera, y tampoco el venezolano, ese personaje resiliente, alegre y tierno está igual de «jodedor» que siempre.
Lo que no cambia
Tampoco cambian el sonido de las ranitas al comienzo de la cálida noche en la capital. Ni cambian las iniciativas de los caraqueños por hacerles un homenaje: el año pasado un colectivo de artistas llamado Soundspace grabó y subió a internet un mapa de los sonidos actuales de la ciudad. Están las ranitas, pero también las guacamayas y los vendedores ambulantes.
No cambia, pues, esa calle entretenida, donde vendedores ambulantes se ponen sandalias con medias y gafas gigantes de espejo, imitación Gucci y una madre y su hija van con el cabello pintado del mismo color rojo y un joven de reloj grande y pelo rapado a un lado, pero engrasado arriba promociona desodorantes omitiendo la inevitable sospecha de que son usados.
Tampoco cambian las mañanas de dominó en las plazas donde viejos y jóvenes juegan bajo la mirada de decenas de contertulios peinados, elegantes, muchos con tapabocas, que comentan, juzgan, pelean, mientras un joven a un lado lee una biblia y unas señoras promocionan enseñanzas evangélicas, corriente que, por cierto, ha crecido mucho.
No cambia la sensación de que estás viviendo en una realidad inventada: que un edificio en plena zona comercial no tenga ventanas a pesar de tener balcones, que un niño salga de su clase de karate por la misma puerta de un bar tenebroso y que unas señoras participen de un curso de spinning en una terraza cuya música desatada resuena a dos cuadras.
«No me vengas tú con tu cuerpo de yuca», le dice un musculoso personaje de bigote a otro en una zona de ejercicios en la que decenas de hombres, de entre 20 a 60 años, ejercitan sus tonificados y tatuados cuerpos con pesas oxidadas entre cizaña y juegos de poder.
No cambia, entonces, la calidez humana. La mejor forma de transmitir confianza en Venezuela es lo que en la mayoría de los países del mundo significaría una afrenta: el tacto corporal, un toque de hombro.
Y tampoco cambian cosas que en otros países quizá sí cambiaron: en Venezuela, por ejemplo, aún se ve publicidad de cervezas y productos de belleza en enormes vallas, en las autopistas promocionados por mujeres esbeltas, voluptuosas, semidesnudas. Una imagen ya poco usual en otras partes del mundo que allá se mantiene.
Así como persiste esa necesidad a hacer fila por una u otra razón: ya no para comprar aceite o harina, porque la escasez se alivió con la dolarización de facto que disparó los precios, sino para registrarse en el nuevo sistema de pago de la electricidad. Durante años la luz fue casi gratis, pero ahora empezaron a cobrarla, pese a que muchas regiones aún registran cortes de luz a diario. No cambia el servicio, pues, pero sí va a cambiar el precio.
Y es que todo lo que funciona a medias en la capital está peor en el resto del país, donde la pobreza es mayor y los servicios más deficientes. La brecha centro-regiones, pues, no ha cambiado.
Tampoco lo ha hecho esa ineficiencia del sistema que genera insólitas distorsiones.
Les cuento la última que vi: para entrar al metro de Caracas ahora hay dos filas, una para comprar el billete y otra para esperar cuando las máquinas dejan libre una entrada después de que alguien pasa; no es que el sistema esté hecho para dar gratis un boleto de manera aleatoria, sino que las máquinas dejan «pegado» el sistema de avance, generan un error, que ya está normalizado.
Las distorsiones pueden ser producto de un sistema que no funciona. Y los venezolanos se han adaptado, quizá con resignación, pero también con humor y creatividad.
Lo que sí cambia
Cosa que me lleva a uno de los cambios más interesantes que vi en mi última visita.
Resulta que, con una dolarización no ejecutada ni oficializada por el Estado, para muchos venezolanos se volvió más rentable tener empleos informales, pagados en dólares, que formales, pagados en bolívares.
La tendencia disparó los trabajos de reparación, de venta ambulante, de apuestas digitales en juegos de video, de negocios artesanales y caseros puerta a puerta.
Tanto es el impacto de este nuevo rubro informal que, según la encuestadora Datanálisis, casi 4 millones de personas en los últimos tres años han ascendido socialmente a través del emprendimiento creativo.
«Hemos visto la emergencia de una nueva clase media que no tiene educación superior, no tiene trabajo formal y, sin embargo, tiene acceso a divisas y cierta calidad de vida», explica Luis Vicente León, director de la firma.
El analista dice que el caso de Venezuela «es como si tú tuvieras los dientes bien, te pusiste aparatos para ponértelos feos, y cuando terminas el tratamiento los dientes quieren regresar, por inercia, a estar bien».
Los venezolanos, hijos de una antigua potencia petrolera, tienen un historial de consumo, una naturaleza emprendedora y una visión alegre y entusiasta de la vida que, tan pronto, la economía se reactivó un poco producto de la dolarización, salieron a la calle a ver qué se inventaban.
Por eso uno se encuentra calles atiborradas de vendedores ambulantes que promocionan helados, calzados o productos de belleza, entre música tropical y un bailecito juguetón. Por eso hay un auge de bingos en todo el país. Por eso hay nuevos y exitosos locales de pasticho y cachito, dos alimentos típicos. Por eso es que, según el Monitor Global de Emprendimiento, un centro de estudios, un 16% de la población está empezando un nuevo negocio.
No es que los problemas estructurales —servicios precarios, inflación constantemente elevada, infraestructura deteriorada, hospitales sin insumos— se hayan resuelto. Es que la gente se ha ido acoplando, dice León: «Una vez que te habitúas, ya los problemas no te parecen tan distintos y lo que antes te molestaba, ahora te molesta menos».
Y, al contrario, —añade—, «empiezas a apreciar las cosas que dejaste de apreciar: como la naturaleza, la fiesta, tu gente, etcétera».
En la segunda década de este siglo la criminalidad convirtió a Venezuela en uno de los países más peligrosos del mundo. Pero ahora, después de una polémica política de mano dura, la sensación de inseguridad ha menguado. Ese es otro cambio, para muchos temporales.
Pero la tendencia ha ayudado a que muchos venezolanos estén volviendo al país; la mayoría no para quedarse, pero sí para visitar.
El «hablado malandro» es un dialecto de la calle que los venezolanos dentro y fuera han ido convirtiendo en una jerga de todos, en una rara y tal vez paradójica bandera de venezolanidad. Se escucha, por supuesto, en el tono y en las letras de la canción «Caracas en el 2000».
Ejemplos de expresiones malandras incluyen «te da frío, gafa» para decir «te da miedo, chamo» y «picarle la torta» para criticar el exceso de reverencia hacia los poderosos.
Coromotto Hernández es una influencer que habla malandro e intenta identificar a través de la cultura popular esas facetas callejeras que los venezolanos adoptaron cuando salieron a resolver su crisis.
«No es que sea una apología del delito, sino que la gente se apropió de la calle y se identifica con esa creatividad del resolver», dice.
Coromotto cree que una cosa es normalizar los problemas —»aceptar que un colchón sea transportado en una motocicleta»—, y otra encontrarle humor y negocio a la crisis.
«Los que nos quedamos estamos resolviendo y seguimos tomando malta y gozando de las guacamayas», dice. «La gente se está chambiando su peo». Es decir, los venezolanos se están reinventando su vida.
Entonces sí: Venezuela ha cambiado, pero no en todo. Y el raspadito de cola está tan dulce como siempre.
Si quieres recibir en tu celular esta y otras informaciones, descarga Telegram, ingresa al link https://t.me/albertorodnews y dale clic a +Unirme.