Terminaron con un régimen de vergüenza eternizado durante décadas. Ayudaron a fundar una nación sobre los cimientos descascarados y ensangrentados de otra, dieron identidad a millones de personas que no la tenían, o la tenían oculta, o silenciada, o en prisión; y, por último, elevaron al pedestal del mito, pedestal del que se bajó muy rápido porque rehuía esas tonterías, a un líder que en pocos años puso a andar los duros engranajes de esa nueva nación, para retirarse después sin pretender eternizarse, sin buscar la gloria, sin gestos dramáticos. Todo pasó tan rápido, en apenas cuatro días, que aquella nación vieja casi ni tuvo tiempo de enterarse que había renacido en una nueva.
Hace treinta años, entre el 26 y el 29 de abril de 1994, Sudáfrica celebró las primeras elecciones libres de su historia bajo el sufragio universal. El resultado de esas elecciones impulsó el nacimiento de la República Sudafricana y puso fin al apartheid, el régimen bajo el que tres millones de blancos sometieron durante años, y mediante el terror y la violencia, a veintiocho millones de negros. Los blancos sudafricanos, descendientes de británicos y holandeses, los afrikaaners, que habían llegado a esa tierra encandilados por el oro y los diamantes, dictaban las leyes, controlaban los poderes del Estado, establecían las normas de la economía, fijaban zonas de viviendas según el color de la piel de sus habitantes, y aseguraban para esa minoría blanca los beneficios y las ventajas de un sistema disfrazado de democrático, pero que era exclusivo para europeos y estaba apuntalado por una política racista bajo un lema cargado de hipocresía que pregonaba una igualdad con “desarrollo separado”.
Semejante disparate no se sostenía con frases bonitas, sino con la represión, el encarcelamiento, la tortura, las desapariciones y los asesinatos de los disidentes, y con la violencia policial y militar indiscriminada lanzada a su antojo en las calles y en los barrios negros, en especial en el legendario Soweto, en Johannesburgo. Soweto que nace del inglés SOuth WEstern TOwnships (asentamientos sudoccidentales) era leyenda porque había sido mártir. El 16 de junio de 1976, quince mil estudiantes negros en edad escolar lanzaron una ola de protestas y disturbios por la decisión del gobierno blanco de promover la educación en afrikáans y ya no más en inglés. Los manifestantes fueron baleados por la policía. Murieron entre ciento setenta y setecientos chicos. El balance oficial habló sólo de veintitrés escolares muertos.
Aquellas elecciones que impulsaron el nacimiento de una nueva nación y terminaron con el apartheid, consagraron a Nelson Mandela como presidente de ese nuevo país, cargo que asumió con una sonrisa que parecía pintada en un rostro surcado por las arrugas y la desdicha de veintisiete años de cárcel en condiciones inhumanas. Lo habían encerrado para que la tuberculosis y el aislamiento lo mataran. Pero Mandela resultó un poco más duro incluso que el sol que castigó sus espaldas mientras molía piedras día tras día, rodeado por las rejas y la blancura incandescente de la piedra caliza.
Había entrado en la cárcel en 1964 y fue liberado el 11 de febrero de 1990. Fue tal el aislamiento, que la revista “Time”, que lo consagró con su tapa, no tenía fotos de Mandela; no había fotos de Mandela de los últimos veintiséis años. “Time” hizo un dibujo en base a una especie de rudimentario identikit que dictó por teléfono quien era entonces la esposa de Mandela, Winnie, y con una buena dosis de imaginación apoyada en fotos de cuando el preso era joven. El día que salió de la cárcel, Mandela llevaba en el bolsillo una carta que su hermano le había escrito en 1964 y que las autoridades le habían entregado recién en 1982. Era un símbolo de la clausura que lo condenaba a recibir una visita y una carta una vez cada seis meses; nunca tuvo derecho a leer un diario en su condición de “prisionero Clase D”, el último eslabón de la cadena penal de aquel viejo país. Mandela no gastó un solo verbo en quejarse: tenía que fundar una nación.
Las elecciones que duraron cuatro días llevaron décadas para ser alcanzadas. Cuando por fin llegaron, casi veinte millones de sudafricanos hicieron largas colas frente a las urnas, mientras veintiuna personas morían en atentados terroristas de grupos vinculados a la extrema derecha sudafricana, enemiga del proceso de democratización. Se computaron 19.726.579 votos que dieron el triunfo por el sesenta y dos por ciento al Congreso Nacional Africano (CNA), que era la cuna política de Mandela, y al que apoyaba, el Partido Comunista de Sudáfrica (SACP) y el Congreso de Sindicatos Sudafricanos (COTUSA). De esa elección, así estaba pactado, nació un gobierno tripartito del CNA, el Partido Nacional (PN) y el Partido de la Libertad Inkhata (PLI). Todo era nada: el alma de aquel gobierno sería Mandela.
Se había puesto a “gobernar” mucho antes de las elecciones. Cuando lo liberaron en 1990 y lo llevaron de la prisión a la alcaidía de Ciudad del Cabo para firmar esos engorrosos papeles que te devuelven a la libertad, dio un discurso en el que se comprometió a mantener la paz y la reconciliación con la poderosa minoría blanca. Por las dudas, también dejó en claro que la lucha armada del CNA, a la que él mismo había renunciado muchos años antes, no estaba terminada: continuaría como “una forma de acción defensiva contra la violencia del apartheid”. La paz, dio a entender Mandela, tenía un precio, pero no sería a cualquier precio.
La verdad era que esa paz, cuando Mandela salió de prisión, colgaba de un hilito tan fino que cualquier viento lo cortaba. Y soplaban vientos fuertes. El júbilo negro por la libertad de su líder pedía venganza, mientras la minoría blanca exigía la cabeza del hombre que lo había dejado en libertad, el presidente Frederik De Klerk, un afrikaaner furioso que había entendido, más tarde que temprano, que los tiempos habían cambiado. El hombre del que no había fotos nuevas y apenas si había viejas, eligió muy bien la primera a ser difundida el día de su libertad: su encuentro con De Klerk. Ambos ganarían el Nobel de la Paz tres años después, en 1993.
Mandela hizo algo más en nombre del sentido común: se entrevistó con Betsie Verwoerd, la viuda del arquitecto del apartheid Hendrik Verwoerd que había muerto en 1966. Era sólo un gesto, pero como a menudo sucede con los gestos, decía mucho. Y cuando la población negra amenazó con una furiosa marcha sobre Pretoria, Mandela se reunió con Pik Botha. Eso ya parecía hasta demasiado: Botha, ex presidente de Sudáfrica, era el canciller de los últimos años del apartheid, lo había defendido vehemente ante el mundo, él mismo era un afrikaaner ardiente y orgulloso y, de alguna manera, era también responsable de los años de confinamiento y soledad de Mandela. Luego de su entrevista, Botha revelaría, sorprendido, un dato que pintaba a su viejo enemigo: “No dijo una sola palabra sobre su encierro”. Con ese material asfaltó Mandela el largo camino a las elecciones que lo consagraron y que cumplen ahora treinta años.
El poeta inglés William Ernest Hanley, que nació en 1849, fue un tipo de suerte esquiva. A sus doce años, la tuberculosis hizo que le amputaran una pierna, con lo que se convirtió en un poeta púber y convaleciente. Hizo de su drama una epopeya, un canto épico al que contribuyó, con humor, el escritor Robert Louis Stevenson: convirtió a Hanley, el poeta, en Long John Silver, el “Pata de Palo” de su inolvidable “La isla del tesoro”. Hanley, que con el tiempo fue editor del “National Observer”, fue también el primero en publicar trabajos de George Bernard Shaw, H. G. Wells y Rudyard Kipling, entre otros. Escribió otro de sus poemas épicos, “Invictus”, que en su acepción latina no significa nunca derrotado, sino inconquistable, que no es lo mismo. Es un poema palpitante: “Más allá de este lugar de ira y llantos / acecha la oscuridad con su horror, / Y sin embargo la amenaza de los años me halla, / y me hallará sin temor. / No importa cuán estrecho sea el camino, / ni cuántos castigos lleve a mi espalda, / soy el amo de mi destino, / soy el capitán de mi alma”.
Mandela hizo de estos versos su credo durante sus largos años de prisión y serían un símbolo de su gobierno. También es el título de la película dirigida por Clint Eastwood, con Morgan Freeman (Mandela) y Matt Damon como el capitán del seleccionado de rugby sudafricano a quien el flamante presidente insta a ganar el Mundial de 1995 porque piensa, y piensa bien, que ese triunfo va a contribuir a la reconciliación. De esa madera estaba hecho Mandela.
Nelson Rolihlahia Mandela había nacido el 18 de julio de 1918 y no como Nelson, sino como príncipe heredero de la tribu Tumbú, la más noble de la región de Transkei, una de las etnias sudafricanas. Su nombre, según quien lo lea e interprete, significa “el que rompe una rama”, o “el que quiebra lo establecido”, o “el que crea dificultades”, o “el que nunca está conforme”. Cualquiera de esas definiciones le caía pintada a su personalidad. Años más tarde sería conocido como Madiba, que era el nombre de su clan. Lo de Nelson le llegó el primer día de clases en el colegio metodista al que lo enviaron sus padres. Su maestra le dio un nombre inglés porque el resto de los alumnos tenía un nombre inglés. No sin humor, Mandela diría en 1994: “¿Por qué lo eligió? No tengo la más mínima idea”.
Quiso ser abogado o empleado del Departamento de Asuntos Indígenas; estudió en la Universidad de Fort Hare, una institución de prestigio destinada a la población de raza negra, y fue allí donde conoció a Oliver Tambo, que sería un aliado de acero en los años por venir. Como estudiante, no fue un militante activo del CNA y del Movimiento Antimperialista, que ya exigía una Sudáfrica independiente; por el contrario, Mandela tomó partido por Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. Se quedó afuera de la Universidad por una protesta sobre la calidad, mala, de los alimentos: en realidad, lo suspendieron y el dejó todo sin alcanzar título alguno. Consiguió empleo como aprendiz en un estudio de abogados de Johannesburgo que dirigía Lazar Sidelsky, un judío que simpatizaba con la causa negra. Allí se hizo amigo de Gaur Rebede, del CNA y del Partido Comunista Sudafricano (SACP), y de Nat Bregman, otro chico judío y comunista que fue su primer amigo blanco. Mandela diría años después que nunca fue miembro del SACP porque el ateísmo comunista iba en contra de su fe cristiana y porque creía que el drama de Sudáfrica era el racismo y no la lucha de clases que impulsaba el marxismo.
Se unió al CNA en los años 40, mientras apoyaba a Gran Bretaña y estudiaba derecho en la Universidad de Witwatersand. Se casó en 1944 con Evelyn Mase, del CNA y tuvieron cuatro hijos: Madiba Thembi Thembekile, que murió a los veinticuatro años en un accidente de tránsito, Makgatho, que murió de sida en 2005 a los cincuenta años, Makaziwe, que murió a los nueve meses por meningitis y una segunda hija, a la que también llamaron Makaziwe que sobrevivió a Mandela.
En 1948 hubo elecciones en Sudáfrica que ganaron el Partido Nacional Reunificado y el Partido Afrikaaner, unidos enseguida en el Partido Nacional, abiertamente racista, que proponía incluso la legalización del apartheid. No era un resultado fuera de lo común: en Sudáfrica votaban sólo los blancos. Mandela tomó las banderas de Mahatma Gandhi y organizó protestas pacíficas, desobediencia civil y sentadas al estilo de la oposición india contra los británicos. Lo pagó: en 1949, la Universidad de Witwatersand le negó el título de grado. Al año siguiente, ya como presidente del CNA y frente al creciente enfrentamiento con los afrikaaners, Mandela lanzo su “Campaña del Desafío a las Leyes Injustas”, al mismo tiempo que el gobierno endurecía las leyes penales. Lo arrestaron el 22 de junio de ese año, por pocos días, después de un discurso encendido frente a diez mil personas En poco tiempo, el CNA pasó de veinte mil afiliados a cien mil y el gobierno implantó la ley marcial: en esos días y de allí en adelante, protestar en Sudáfrica podía costar la vida.
Volvió a la cárcel el 30 de julio acusado de violar la Ley de Supresión del Comunismo, una ley de amplio espectro que era muy útil al gobierno para encarcelar a los opositores. Fue a juicio junto a otros veintiún acusados que fueron todos condenados a nueve meses de trabajos forzados, una pena que quedó en suspenso por dos años. Terminó sus estudios de abogado, por correspondencia, y fundó junto a Tambo el primer estudio integrado por abogados de raza negra de Sudáfrica, destinado a defender a las víctimas de la brutalidad policial. Pero la vigencia de la “Ley de Áreas de Grupo”, que fijaba donde debían vivir y actuar negros y blancos, le obligó a trasladar su estudio a un sitio más lejano. Se divorció de su primera mujer y casó con Winnie Madikizela en 1958. Dos años después, una protesta en la que los ciudadanos negros quemaron sus pases, o salvoconductos que tenían la obligación de llevar y mostrar cada vez que se los pidieran, derivó en una brutal represión policial, conocida como “La matanza de Sharpeville”: la policía asesinó, en muchos casos por la espalda, a sesenta y nueve personas. De la protesta participaron miembros del flamante Congreso Panafricano PAC, que tenía su propio grupo armado. Mandela creyó que el CNA debía tener también su guerrilla y fundó, inspirado en Fidel Castro y su triunfante M-26 (Movimiento 26 de Julio) en Cuba en 1959, el “Umkhonto we Sizwe (MK) – (La lanza de la Nación). Aunque nacidas por separado, el MK terminó por integrarse al CNA. Tenía una estructura celular, y llevó adelante sabotajes en bases militares, plantas nucleares, líneas telefónicas y caminos, con la intención declarada de provocar la menor cantidad de víctimas, pero ejercer fuerte presión al gobierno. Las protestas pretendían que fuesen abolidas la “Ley del pase”, que impedía el desplazamiento de los negros desde las áreas rurales a las ciudades, y la “Ley de nativos”, que prohibía a los negros comprar o alquilar propiedades de los blancos. Fue el único paso de Mandela por la violencia política.
Preso desde 1962, acusado de traición, Mandela fue juzgado también por sabotaje en el conocido “Proceso de Rivonia”, celebrado en la Corte Suprema de Pretoria. El fiscal pidió la pena de muerte para él y para el resto de los acusados, que si bien admitieron los sabotajes, negaron el lanzamiento de una guerra de guerrillas contra el gobierno, motivo de la acusación por traición. En su alegato, Mandela dijo: “Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir, y si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Fue su último discurso en libertad. El 12 de junio de 1964 fue condenado junto al resto de los acusados a prisión perpetua.
Fue a parar a la prisión de la isla Robben, donde permanecería por dieciocho años, apartado de los presos comunes, y confinado a una celda húmeda y sombría, de dos metros cuarenta de alto por dos metros diez de ancho, con una estera de hojas de palma como único colchón. Todos los condenados en el “Proceso de Rivonia” trabajaron como picapedreros y padecieron agresiones y golpes de los guardias, todos de raza blanca. Mandela aprovechó su condición de líder para representar a los presos políticos en la isla, establecer contactos con el PAC y para crear lo que, con cierta pompa, se llamó “Universidad de la Isla de Robben”. Se trataba de debates donde los prisioneros daban a conocer opiniones, anhelos, reproches, y en los que debatía la sexualidad, la administración de recursos y la política, esta última en acalorados intercambios con los presos marxistas.
En 1967 las condiciones mejoraron un poco en la prisión, si eso era posible: los condenados de raza negra pudieron usar pantalones largos en vez de pantalones cortos, se purificó en algo la comida y les permitieron algunos deportes. En 1998, de nuevo tras las rejas de esa misma prisión pero ya como presidente de Sudáfrica y durante una visita de estado de su par de Estados Unidos, Bill Clinton, Mandela contó parte de aquellos días de espanto y los resumió con una frase clara, breve y concisa: “Fueron años solitarios y perdidos”. Fueron más que eso. Fueron años de desasosiego y desesperanza porque fuera de la prisión, la población sudafricana negra respondió a la política de reducción a la esclavitud y a la ignorancia del apartheid y encaró una violenta lucha contra la que el poder blanco respondió con masacres colectivas, detenciones, torturas y desapariciones.
Una campaña mundial en favor de la libertad de Mandela y en pro de la eliminación del apartheid, boicoteado en todo el mundo, y secos ya los yacimientos sudafricanos llevó poco a poco a las autoridades sudafricanas a contemplar la liberación del preso político más célebre de Sudáfrica. Mandela, el 46664, empezó a ser visto como el hombre que acaso podía llevar al país por un camino pacífico, que permitiera dejar de lado una dictadura criminal implantada por décadas y una cultura social racista y asesina. En 1982 fue pasado a la prisión de Pollsmor, en Tokai, un suburbio de Ciudad del Cabo, un poco menos rigurosa que el infierno de Robben, Y seis años después, en diciembre de 1988, fue trasladado a la prisión Víctor Vester, en la ciudad de Paarl, en el Cabo Occidental. Mandela ya era una figura carismática del CNA junto a Tambo, Sisuli y a Albert Luthuli, que seguían los postulados pacíficos del obispo Desmond Tutu, que había sido Nobel de la Paz en 1984.
Ese camino tampoco sería sencillo. Con tanta muerte en nombre del estado y con heridas abiertas que nadie atinaba a cerrar, propios y ajenos juzgaban cada acto de Mandela, hasta su respiración. Dos frases le valieron el reproche de los suyos; la primera: “El enemigo no son los blancos, es el apartheid”. La otra: “Es el miedo a las ideas del adversario lo que paraliza, no su poder”. Eran dos definiciones bien audaces que, por un lado tendían la mano a la minoría blanca, mientras impulsaban un debate de ideas para que Sudáfrica no cayera en cualquiera de los dos terribles escenarios que muchos preveían: el desastre de una guerra racial declarada, o la perpetuación del poder blanco.
Por fin, luego de las elecciones de las que se cumplen treinta años, que duraron cuatro días y costaron décadas de lucha para conquistarlas, el 10 de mayo de 1994, Mandela se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica elegido en comicios libres. Había fundado una nación que tenía una nueva bandera y un nuevo himno; junto a los antiguos enemigos, el NAC y el Partido nacional de los afrikaaners nombraron a veintiséis de los veintinueve ministros del gobierno flamante: el primer vicepresidente de Mandela era Thabo Mbeki, del racista NAC; el segundo, era el ex presidente De Klerk.
En su discurso inaugural, Mandela dijo, entre otras cosas: “De la experiencia de una desmesurada catástrofe humana que ha durado demasiado tiempo debe nacer una sociedad de la que toda la Humanidad se sienta orgullosa. (…) Ha llegado el momento de curar las heridas. El momento de salvar los abismos que nos dividen. Nos ha llegado el momento de construir. (…) Nosotros, el pueblo sudafricano, nos sentimos satisfechos de que la Humanidad haya vuelto a acogernos en su seno. (…) Dedicamos el día de hoy a todos los héroes y las heroínas de este país, y del resto del mundo, que se han sacrificado de numerosas formas y han ofrendado su vida para que pudiéramos ser libres. Sus sueños se han hecho realidad”.
Después creó la Comisión por la Verdad y la Reconciliación que, entre 1995 y 1998 investigó las violaciones a los derechos humanos durante los años del apartheid, y tuvo la autoridad, acaso también la virtud, de amnistiar a quienes reconocieron sus crímenes, pese a que Mandela nunca creyó en el olvido: “Al recordar, nos aseguramos de que nunca más seremos víctimas de semejante barbarie y suprimimos una herencia peligrosa que sigue siendo una amenaza para nuestra democracia”.
En julio de 1998, al cumplir ochenta años se casó con Graça Machel, que era la viuda del presidente de Mozambique. Se había separado de Winnie en 1996, sospechada de corrupción y hasta de conspirar contra su propio marido. Para definir su nuevo estado de fervor, Mandela recurrió a una frase más digna de un adolescente ardiente y apasionado que a un presidente nuevo en ejercicio de su cargo: “Florezco de amor”, dijo con una sonrisa. A la fiesta de bodas entre los dos mil invitados estuvieron Michael Jackson, el actor Danny Glover, la modelo Naomí Campbell, la escritora Nadine Gordimer, la cantante de jazz Nina Simone y Stevie Wonder, prohibido por el apartheid en 1985.
El 16 de junio de 1999 terminó su mandato y se fue a su casa. No quiso eternizarse en el poder, no pensó que, sin él, Sudáfrica se hundiría en el caos; no se juzgó imprescindible, ni sintió que el destino de la nación que había fundado estaba en sus manos: no se creyó el padre de ninguna patria, aunque en buena parte lo hubiese sido; no se condenó a perpetuidad; hizo a su nación el enorme favor de una sabia modestia republicana. Y Sudáfrica siguió su vida.
Con la salud endeble y sus muchos años, se mantuvo con el ánimo entero y un humor sereno y también modesto, dos virtudes que lo habían ayudado a sobrellevar veintisiete años de cárcel como el preso 46664. Murió el 5 de diciembre de 2013 en Johannesburgo. Pidió ser enterrado en el Cabo Oriental y en Qunu, no muy lejos de su pueblo natal, porque, explicó, allí había aprendido a cazar pájaros, a ordeñar vacas, a beber la leche tibia y la miel silvestre, a pescar con un hilo y un alambre, a nadar y a ser libre.
En esa tierra había aprendido también a ser Mandela.
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