Una mañana de marzo, nos dieron la mala noticia: mi tío dio positivo para covid-19. Después de la evaluación médica nos advirtieron que necesitaba seis ampollas de remdesivir para continuar el tratamiento y no complicarse.
Enseguida empezamos a buscar las ampollas. Estábamos muy preocupados, porque la edad avanzada de mi tío lo hacía más vulnerable al virus. El primer impacto fue el alto precio de cada ampolla: entre 100 y 300 dólares cada una. El segundo obstáculo fue la lejanía: nosotros estábamos en Caracas y mi tío en El Tigre por lo que comprarlas en la capital y enviarlas se hacía complicado. En Venezuela no se pueden enviar medicamentos por correo y no sabíamos de nadie que viajara a esa ciudad.
Hicimos lo lógico: buscamos el remdesivir cerca de donde vive mi tío. Una de las cosas que hicimos fue colocar un servicio publico en un medio de comunicación nacional. Un amigo me dijo que tuviera cuidado porque, al poner la información, podían contactarnos estafadores. Esas palabras me quedaron en la cabeza…
Una llamada «amable»
Al poco tiempo de publicar el servicio público, me llamó un señor de tono amable y acento oriental. Parecía oriundo de Maturín, el estado donde queda El Tigre, la ciudad donde vive mi tío. Me dijo que su padre había muerto de covid 10 días antes y que le habían sobrado ocho ampollas de remdesivir, que quería donar a quien lo necesitara. En el momento dudé y recordé las palabras de mi amigo.
Al señor le respondí que solo necesitábamos seis ampollas. Me contestó que igual «las donaba con gusto» y que lo único que necesitaba es que la fueran a buscar a Tucupita, a unas 5 horas del El Tigre. Luego añadió que, si no podía conseguir quien las buscara, también podía dejarlas de paso pues iba a regresar a su casa, en otra ciudad, y podía pasar por El Tigre. Y luego añadió lo siguiente: «Tienes que avisarme rápido porque al terminar de almorzar, mi esposa y yo vamos a agarrar carretera». Allí saltó mi primera alarma pero no le hice mucho caso. Pensé que lo peor que podía pasar es que no entregara el remdesivir. Además, todo parecía natural y el señor, honesto y amable.
Allí empezó mi supuesta carrera contra el tiempo. Mi tío necesitaba pronto el tratamiento. Los médicos advirtieron que, como máximo, podía esperar un día para recibir el medicamento. Por lo que le dije al señor «Emmanuel Ferreño», como dijo que se llamaba, que aceptábamos su ayuda.
A comprar una cava
Siempre amable, el señor «Ferreño» me dice que lo único que necesitaba era comprar una cava y hielo seco para transportar el medicamento. Aquí es cuando ustedes, quienes me leen, dirán «pero si el remdesivir no se refrigera». Les cuento que yo pensé lo mismo y llamé a una amiga farmacéutica. Me aclaró que algunas versiones del medicamento se refrigeran. Al escuchar eso confié en el señor «Ferreño» y le dije que comprara la cava y el hielo seco. Debo decir que siempre mantuvo su voz dulce y actuaba comprensivo y empático.
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