El día de la inauguración de los Juegos Olímpicos más impredecibles de la historia, unos pocos ciudadanos pasean por las inmediaciones del estadio y del museo olímpico de Tokio, tomándose fotos ante los emblemáticos anillos olímpicos de la que será la cita más extraña de toda su historia moderna. Todos los accesos al público están cerrados y vallados, y decenas de policías vigilan hasta el más mínimo movimiento que se produce en Sendagaya, este tranquilo barrio residencial de la capital nipona. Lo que debía ser el escenario central de la fiesta del olimpismo es el vivo resumen del fiasco.
Después de aplazar un año el evento y de meses de dudas en cuanto una posible anulación, algunos japoneses -muchos de ellos con niños- han querido inmortalizar este momento histórico a pesar de no poder participar ni tan siquiera como público. “He querido venir con los niños para tener un recuerdo de este momento histórico”, explica Keiko, una madre que ha venido desde Kanagawa (sur de la capital). “Es muy triste no poder asistir a ninguna competición teniéndolas a la puerta de casa”, se lamenta esta madre japonesa a El Confidencial.
El Gobierno japonés ha ignorado la enorme oposición pública a la celebración de esta cita olímpica y ha forzado su puesta en marcha contra viento y marea. A pesar de los esfuerzos del Comité Olímpico Internacional (COI) y de las autoridades por ofrecer todo tipo de garantías en cuanto a control y seguridad de la pandemia, el goteo de casos exclusivamente relacionados con los Juegos Olímpicos (entre trabajadores y atletas) ya ronda el centenar. Los expertos aseguran que la burbuja aislada en que querían convertir la Villa Olímpica ya ha sido reventada y se podrían multiplicar los casos en pocos días.
El primer ministro, Yoshihide Suga, ha afirmado que renunciar a la celebración de los Juegos sería “lo más simple y más fácil, el papel del Gobierno es el de asumir desafíos”, en declaraciones a The Wall Street Journal. Debido a esta intransigencia y determinación del Gobierno, el país está sumido, por una parte, bajo el temor que la cita olímpica sirva de catapulta para una devastadora quinta ola y, por otra parte, con un sentimiento de impotencia ante la apertura de unos eventos que no despiertan mucho entusiasmo.
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