José Osorio pone un tuit y J Balvin lo borra. René Pérez le contesta en un video de Instagram que luego Residente quita. El individuo habla y el artista lo censura. ¿Qué querrá decir, si es que quiere decir alguna cosa, que alguien extremadamente conocido borre algo de las redes sociales, cuando sabe que ya no hay ninguna posibilidad de que aquello que dijo sea borrado? Sobre lo único que la gente que lo puede todo no tiene control es sobre lo que dicen. La palabra es una culebra que pica la lengua que la menciona.
Dura poco el descontrol en el feudo de la música comercial latina, una etiqueta que alcanza el artificio magnífico de la globalización gracias a los aciertos de las armonías locales. Quienes prestamos atención seguimos detectando la golosina del ritmo bravo bajo esa capa de caramelo que a falta de mejor nombre todavía llamamos industria.
El blanqueamiento, decimos, viene desde Miami, pero también hay un Miami bárbaro y contaminado, veteado de churre plebeyo, y un fenómeno mundial, que en su temporada última logró diseminarse por fuera de las disqueras, tiene sus centros de poder en cualquier parte, así como sus nichos de resistencia. Lo que sí queda en Miami es la Academia Latina de Artes y Ciencias de la Grabación, que reparte los Latin Grammy, asunto que trajo la disputa entre J Balvin y Residente.
Balvin llamó a boicotear la gala de premiaciones que se celebrará el próximo 18 de noviembre en Las Vegas. Refiriéndose al reguetón y sus derivas actuales, dijo: «Los Grammy no nos valoran, pero nos necesitan. Les damos rating, pero no nos dan el respeto». Su comentario, si bien no lo plantea de modo explícito, establece las pautas para que los artistas del género lleguen a una cuestión fundamental: ¿por qué el respeto es una categoría que le pertenece aún a la Academia?
René acusa a Balvin de no escribir sus letras, pero «7 de mayo» es uno de los temas autobiográficos más sinceros del barrio. Ahí Balvin no intenta camuflarse y revela el dilema de la clase media baja latinoamericana, ese limbo cultural cargado todavía de potencia inédita y maltratado desde todos los frentes: «Era muy nea pa los ricos y muy rico pa la nea».
Con una pieza maestra en su haber como el disco Colores, Balvin tiene una obra en la que asoman algunos puntos débiles de fondo, probablemente las deudas de identidad que todavía le paga a la rancia oligarquía paisa, a la mafia criolla de Antioquia, pero todo eso se disuelve en su música como disputa, no como reivindicación. A veces pareciera faltarle apenas el último golpe de rosca. En «In Da Getto», dice: «Yo crecí en el gueto y el mundo es la casa mía». Esa conjunción no va. Es así: «Yo crecí en el gueto, el mundo es la casa mía». En cualquier caso, es Balvin el que nos permite llegar a esa línea definitiva.
Que la jerga irrastreable del trap se haya convertido en hábito mainstream no puede leerse apenas como apropiación malsana. Eso supone que el éxito le corresponde siempre al otro, al error moral, y que los fundamentos, por sí mismos, no tienen posibilidad de convertirse en objeto seductor. Estamos en un agua exquisita donde la enunciación conservadora le pertenece al transgresor, y la enunciación transgresora al conservador.
René termina defendiendo la institución casposa. Cuando ironiza con que Balvin seguro se cambió de atuendo por cada una de las trece nominaciones que obtuvo en 2020, lo hace desde uno de los sitios más equivocados posibles: aquel que cree que llegar al escenario en bicicleta, tal como él hizo en los Premios Juventud, es un gesto menos tragado por el capital. Que la Academia no tenga más presente al reguetón, cuando es el género que la mantiene en funciones, supone una postura pretendidamente sofisticada, como si hubiera una zona pulcra que tener a salvo.
A René le molesta que otro proteste y que practique el autobombo en sus temas, actitudes más que bienvenidas, inherentes al género, que él ha sostenido toda su vida. «Si no tienes lápiz, bájale veinte», dice, pero, primero, Balvin no es rapero, no tiene por qué tener lápiz, y, segundo, lo que menos necesitamos son canciones con lápiz. A medida que nos adentramos en la dictadura logocéntrica del mundo, es decir, a medida que nos volvemos adultos, pocas cosas se nos hacen más insoportables que las llamadas «canciones con letras». René no dice; explica. Balvin no dice; muestra. Se mueve en un sentido cinético y sinestésico, trabaja con imágenes.
Sus discos se llaman Vibras y Colores, por ejemplo, y cuando René le dijo que su música era como un carrito de Hot Dog, que a todo el mundo le gusta, pero que si la gente quiere comer bueno va a un restaurante con estrellas Michelin, Balvin no tuvo que responder nada, solo se tomó una foto en un puesto de perros calientes, no ya ganando el duelo, sino algo más potente, diluyéndolo, teniendo el control de los acontecimientos. René esperaba una réplica que se jugara en sus predios, pero este debería ser el tiempo del oído y la piel, no de la boca.
Las declaraciones sobre las situaciones sociales de su país, o de cualquier parte, no marcan la tendencia política de la obra del artista, por más que lo queramos, y leerlo así hace que no se puedan establecer sentidos ni discursos subalternos por fuera del didactismo de la insurgencia domesticada. Que Balvin sea ambicioso, o que le guste llamar la atención, genera juicios morales más reaccionarios que cualquier frivolidad o malcriadez suya.
Lo que está en disputa aquí no es el talento entre dos cantantes, sino distintas formas de leer el placer como ideología. Dos rutas, una masculina y la otra andrógina. Dos modelos para armar. A pesar del antagonismo aparente, no hay Balvin sin René, pero uno de los relatos ya se ha cerrado, y el otro no.
René llena su propio significante, lo tupe con verborrea, sobre todo porque muchas veces, a lo largo de los años, se comportó como alguien convencido de que había superado al sistema, una de las posiciones menos subversivas que hay, y con seguridad la más aburrida.
Como marca que ya es, su forma de encarnar más pasivamente el privilegio dota a Balvin de una sinceridad involuntaria que, unida a la calidad de su música —para mí muy alta, muy divertida; una voluptuosidad que no desconoce los toques melancólicos de la depresión—, permite todavía descomponerlo en un sentido contrario a él mismo y encauzarlo en direcciones no previstas por su condición de niño consentido del marketing.
¿Por qué habría que renunciar a la posibilidad del deseo como compromiso? «Las atracciones libidinales del capitalismo de consumo deben ser enfrentadas por una especie de contralibido y no simplemente por una deslibidinización depresiva», dice Mark Fisher, y este es el punto donde entendemos que la música de Balvin se roba el cuerpo, un templo que René, aunque siempre peroró sobre su importancia, nunca logró conquistar completamente.
A las tres de la madrugada —el instante verdadero, el momento de la conspiración y la sensualidad, básicamente porque es la única hora en la que el hombre es incapaz de engañarse a sí mismo— el flow de Balvin no miente. El hecho de que sus temas arrasen en la alta noche, desde un sitio de goce, pero también contemplativo, lo vuelven un fenómeno entre escurridizo e indispensable, justo como los carritos de perros calientes. Más que un lugar, la música es tiempo, de ahí que no sea lo mismo un carrito de perros calientes a las dos de la tarde que a las cinco de la mañana.
Defensor de la calle, René se presenta en su video como un predicador aristócrata. ¿Y si empezáramos a darles galardones a los puestos de esquina? ¿Y si no diéramos nada a nadie? ¿Y si estuviéramos hablando de una música que ha elevado la comida rápida a la categoría de virtud? En cualquier caso, lo fundamental es que cuando la gente tiene hambre lo que se compra es un Hot Dog, porque no hay dinero para pagar un restaurante Michelin.
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