En agosto de 1975 Johny Lydon se paseaba por un pub de Londres con el pelo verde y una camiseta de Pink Floyd en la que había escrito encima las palabras “I Hate” (Yo odio) a mano y con un marcador.
Por Jorge Cantillo | Infobae
La camiseta tenía los ojos de los integrantes de la banda perforados y mantenía unidas las hilachas de tela con ganchos. Por ese tiempo Pink Floyd era la banda más grande de Inglaterra y quizá del mundo, pero eso no importaba para Johnny. Él los odiaba, quería que el mundo lo supiera, y vaya que lo consiguió, pues ese acto de rebeldía adolescente lo llevaría a convertirse en el frontman de una de las bandas más influyentes del punk: Sex Pistols.
Unos tres años después, en 1978, Johnny ya había adaptado el apodo de “Rotten” (Podrido) y se enfrentaba a un feroz público de punks alcoholizados y drogados que habían convertido el escenario en una batalla campal contra la banda. Tiraban botellas, les escupían, cualquier cosa a la mano era dirigida hacia los Pistols, algo que se había vuelto común en sus conciertos, sobre todo por la actitud de Sid Vicius, su bajista, que no perdía la oportunidad de agarrarse a trompadas con cualquiera que estuviera a su alcance.
Ese ambiente caótico finalmente le pasó factura a Johnny, estaba literalmente podrido de todo eso. En la última fecha de su gira por los Estados Unidos, en San Francisco, el irreverente Rotten no se divertía para nada. Mirando directamente a los punks que lo insultaban y adoraban por igual, Johnny interpretaba “No Fun” (No es divertido) una canción de The Stooges que se había convertido en un recurrente acto en sus sets. “No Fun, my babe, its no fun” (No es divertido bebé, no es divertido) cantaba, “its really no fun” (realmente no es divertido), repetía incesantemente, haciendo todo porque se notara su displicencia, su falta de interés en lo que estaba pasando, él no estaba ahí, aunque lo estuviera, y odiaba a todos, tanto como odiaba a Pink Floyd.
“Alguna vez sintieron que los habían estafado”, fueron sus últimas palabras para la audiencia, las últimas palabras de una banda que tuvo un ascenso vertiginoso, un literal pistoletazo, que arrasó con todo en su misión de llevar “Anarquía al Reino Unido”, que atentó contra la sacralidad de la Reina Isabel con su himno “God Save The Queen” y que se convirtió en la voz de una clase obrera londinense empobrecida y de una juventud perdida y “sin futuro”, que vio en la rebeldía del punk la vía de escape de una vida sin sentido.
Johnny tiene actualmente unos 65 años, y está lejos de ser la estrella de rock rebelde que alguna vez fue. Aunque todavía no pierde su irreverencia, sus preocupaciones son mucho más profundas que no divertirse en un escenario.
Una historia de amor punk no tan punk
“La primera vez que vi a Nora fue en la tienda de Malcom (McLaren, manager de los Pistols), en 1975”, cuenta Johny en su autobiografía “La ira es energía – Memorias sin censura”, publicada en 2014.
No fue amor a primera vista. Es más, al principio se odiaron, y ese “odio” terminó atrayéndolos el uno hacia el otro como imanes.
En aquellos tiempos, Nora Forster vivía en Londres y trabajaba como promotora musical. Ella había nacido en Alemania, en el seno de una familia acaudalada, dueña del periódico Der Tagesspiegel. En su país natal, había trabajado promocionando los shows de artistas como Jimmi Hendrix, Yes o Wishbone Ash.
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