Las elecciones parlamentarias venezolanas han supuesto un paso más en la caracterización formal del sistema político e institucional de Venezuela como lo que es desde hace tiempo, una dictadura. Apenas hay ya quien en el debate público de nuestras sociedades democráticas salga a defender algo tan grotesco como el régimen que encabeza Nicolás Maduro.
Por Emili J. Blasco – ABC DE ESPAÑA
No obstante, sin arrojo para contradecir la desaprobación general que merece el triste devenir del chavismo, hay quien prefiere echar las culpas a la oposición. Como si los males que padecen millones de venezolanos no se debieran a un mal gobierno (el calificativo se queda corto a la vista de la criminalidad de las acciones de sus capos), sino a los desaciertos opositores:
es decir, la culpa de la violación vendría a ser de la mujer por ir sola por la calle a una hora inconveniente y no de su agresor.
Cuando se señala a la oposición no siempre queda claro a qué se está refiriendo. Unos parecen pretender aludir a un pecado original. Achacan a la democracia venezolana de la alternancia entre democristianos y socialdemócratas (1959-1999) no haber resuelto la desigualdad social. Aquella inequidad no solo habría puesto la alfombra para la llegada al poder de Hugo Chávez, sino que deslegitimaría cualquier crítica al chavismo desde lo que podría etiquetarse de «establishment» tradicional.
La pobreza de hoy no es culpa de élites anteriores
Es cierto que los mandatarios anteriores a Chávez pudieron hacer más por incorporar a las clases pobres a la política y a la sociedad, pero el «derrame» petrolero que entonces hubo llegó a muchos rincones, en un reparto de los ingresos estatales que, a pesar de sus claras deficiencias, fue más equitativo que en la mayoría de los países americanos. En las tres décadas previas no se dio el nivel de hambre, desabastecimiento, desempleo y migración (por no hablar de los índices de violencia, que sobre todo se ceba en los pobres) que se ha vivido después. Por lo demás, lo que facilitó el ascenso de Chávez fue una crisis económica muy aguda que afectó a Latinoamérica entera y que en toda la región fue resuelta con drásticos recortes, en medio de gran inestabilidad social; la presente crisis que atraviesa el país ha sobrepasado ahora de modo estratosférico aquella recesión inflacionaria. Ni qué decir tiene que ni Acción Democrática ni Copei promovieron jamás los crímenes de lesa humanidad protagonizados por dirigentes del chavismo, y eso algunos no parecen tenerlo en cuenta.
Las críticas que personas ajenas al conflicto vierten contra la oposición parten muchas veces de una visión estereotipada de la derecha venezolana (olvidando que también hay oposición de centro y de izquierda), a la que se le exige una actitud de exquisitez de espíritu que no se reclama con la misma vehemencia a lo de otros lugares.
¿Sobran personalismos y falta unidad en la oposición? Por supuesto, pero eso es un mal casi intrínseco de la política. ¿Ha faltado coherencia en la oposición o incluso ha habido personas que directamente han seguido los intereses de Chávez y Maduro? En un país sin apenas actividad económica, el dinero –también el ilícito– sale de un mismo lugar y los opositores han de comer y alimentar a sus hijos. ¿Se ha incurrido en ocasiones en extremismos y se ha ido de la mano de gobiernos extranjeros con mensajes de crispación? En todo caso, se ha tirado del otro lado de la cuerda, contestando la retórica intimidatoria y abusiva del oficialismo.
La oposición lo ha intentado casi todo
Sería injusto no reconocer que la oposición lo ha intentado casi todo. ¿Podía haberlo hecho mejor y de modo más efectivo? Sí, pero en última instancia aquí no sirven las herramientas democráticas. ¿Cómo hacer frente al probable robo electoral de 2012 o al seguro fraude de 2013, en los que Henrique Capriles supuestamente perdió contra Chávez y luego Maduro? La comunidad internacional pidió no salir a la calle para no «provocar» un derramamiento de sangre; entonces se intentó reunir firmas para un referéndum revocatorio y el Gobierno respondió con artimañas ilegales para bloquear la iniciativa. En cualquier país, las manifestaciones de 2014 habrían provocado la caída inmediata del Gobierno, por lo masivo de su asistencia o al menos por los centenares de muertes provocadas por el aparato del Estado. La oposición consiguió mayoría en el Parlamento en 2015, pero sus leyes fueron anuladas por un Tribunal Supremo controlado por Maduro y cuya renovación no se le permitió llevar a cabo a la Cámara aunque tuviera la facultad constitucional. Y cuando por fin internacionalmente se dio amplio consenso para desconocer la reelección de Maduro y, por los procedimientos democráticos, Juan Guaidó asumió la presidencia interina, los resortes de una dictadura ya abiertamente manifiesta se dedican a sofocar toda esperanza.
El germen autoritario estuvo desde un principio y ha sido cultivado con la insuperable astucia castrista. Por eso en realidad poco pudo hacer la oposición desde que el chavismo asumió un control definitivo en 2005. La deriva hacia la tiranía la pudo impedir el Ejército, pero este, progresivamente depurado, se ha sumado a ella (el cambio solo está en su mano). Maduro y los suyos no juegan en el terreno de la política, sino de la criminalidad, y ahí ¿qué puede hacer la oposición?
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