Cuando era una adolescente, la reina Isabel II quedó flechada ante la elegancia de Felipe de Edimburgo. Apenas tenía 13 años y él 19, cuando, vestido de militar, el entonces por príncipe de Grecia y Dinamarca visitó la Real Academia Naval de Darmouth.
Comenzó entonces una relación epistolar que se prolongó durante gran parte de la Segunda Guerra Mundial. «Fue amor desde el principio, en contraste con los matrimonios de conveniencia que tanto se estilaban entre la nobleza», escribió en sus memorias Margaret Rhodes, la prima predilecta de Isabel.
Concesiones
Mientras él servía a las fuerzas británicas, ella ignoró a otros pretendientes y esperó pacientemente a que regresara para iniciar un noviazgo que despertó muchas dudas en palacio. La abdicación de Eduardo VIII por su amor por la plebeya Wallis Simpson estaba aún demasiado reciente y la monarquía no debía tropezar de nuevo. Felipe tuvo que hacer muchas concesiones. Renunció a su carrera naval, a sus títulos de príncipe de Grecia y Dinamarca y a su ristra de apellidos paternos Schleswig Holstein Sonderburg Glucksburg accediendo a adoptar el de su rama materna, Mountbatten.
El 20 de noviembre de 1947 protagonizaron la primera boda real tras el final de la Segunda Guerra Mundial. La joven Isabel contrajo matrimonio con un vestido diseñado por Norman Hartnell, elaborado en satén de color marfil y decorado con 10.000 perlas blancas importadas de América, hilo de plata y bordados de tul. Más de tres mil invitados fueron testigos de una boda retransmitida por la radio para más de 200 millones de personas.
Segundo plano
Felipe ejerció durante toda su vida como un leal embajador de Reino Unido, recorriendo el planeta y presidiendo más de 800 organizaciones caritativas. En ocasiones no se sintió del todo cómodo en ese segundo plano, caminando siempre dos pasos por detrás de la Reina. «Mi ambición no era presidir el World Wild Fund. Francamente, hubiera preferido quedarme en la Armada», despotricó en una ocasión. También le costó aceptar que su mujer, presionada por la corte y por Churchill, se negara a renunciar al apellido Windsor para sus cuatro hijos en favor del Mountbatten. « Me siento como una condenada ameba». Un año después de su boda, nació su primer hijo, el heredero, el Príncipe Carlos. Después llegarían Ana, Andrés y Eduardo. Le costó digerir los divorcios de los tres primeros y en especial, el de su primogénito. Desde el principo, mostró explícitamente su antipatía hacia Lady Di.
A lo largo de su longevo y sólido matrimonio, el nombre de Felipe de Edimburgo apareció vinculado al de numerosas mujeres. Los límites de la leyenda y la realidad son difusos. En una entrevista, el Príncipe se pronunció al respecto, aunque sus palabras no sonaran muy convincentes. «Nunca me he movido sin guardaespaldas. ¿Cómo podría haber hecho todo eso sin que se supiera?»
Aun así lograron proyectar una imagen de unidad indisoluble y complicidad. En la intimidad se reservaron su espacio. Cultivaban aficiones diferentes. Ella, amante de la hípica, los perros y los crucigramas del ‘Daily Telegraph’. Él prefirió la navegación, la caza y la lectura. Donde siempre hallaron un punto de encuentro fue en el humor. El biógrafo Gyles Bandreth en ‘Retrato de un matrimonio’ relató que desde que se casaron no hubo ni un día en que la Reina no se riese de alguna ocurrencia de su marido. 74 años después seguían formando la pareja perfecta.
Con información de ABC
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