«La tierra de Venezuela va a ser destruida y los hombres huyen, huyen con la obstinación de los locos, de los empavorecidos, temiendo que el esqueleto se les vaya a escapar de la carne». Como si hubiera viajado en el túnel del tiempo, Arturo Uslar Pietri anticipó en Las lanzas coloradas, obra clave de la narrativa criolla sobre la independencia, el acontecer actual de Venezuela, un país sumido en el colapso nacional.
Por Daniel Lozano | ABC
Las imágenes de hoy en la frontera de los que también huyen enflaquecidos son tan desoladoras como las dibujadas por el ingenio del narrador, con una gran diferencia: estas son absolutamente reales.
La postal frente a nuestros ojos rebosa dolor sólo amortiguado por las sonrisas inocentes de los niños. Estamos en el mundo al revés, donde una mujer con sus cuatro nietos menores de edad (11, 8, 7 y 3 años) ha cruzado los límites con Colombia para dirigirse, a pie y sin dinero, desde San Juan de los Morros hasta Cali.
Hasta ahora, en el mundo de la emigración, las abuelas cuidaban a los hijos de sus hijos en los hogares familiares mientras los padres se ganaban la vida en el extranjero.
En Venezuela eso ya ni siquiera es posible para miles de sus ciudadanos, transformados en los parias de la región, en los sirios de América Latina.
No importa la pandemia, no importa la extorsión que practican contra ellos los guardias nacionales
de la revolución ni el diezmo que deben pagar a la guerrilla aliada de Nicolás Maduro en los pasos clandestinos de una frontera cerrada.
La huida es masiva, cientos y cientos cruzan a diario las trochas (pasos ilegales) de la frontera para buscar una vida nueva en Colombia, Ecuador, Perú, Chile o Argentina. Los más aventureros se lanzan incluso al norte para buscar el corredor centroamericano que les acerque a Estados Unidos.
Sólo los venezolanos pueden competir hoy con la formidable diáspora siria. Algunos creen que ya son más los que han huido del gran fracaso bolivariano; los más conservadores apuntan que el sorpasso llegará a final de año si Maduro sigue en el poder. Y en el horizonte chavista, ajeno a la desgracia nacional, no se ve ni un solo
nubarrón.
«Llevamos caminando un mes y siete días. Me dirijo a Cali con mis nietos. Me los traje de Venezuela porque la situación está allá muy crítica: no hay comida, hay mucha desnutrición. Uno se acuesta con una arepita y se para [levanta] con otra arepita en el estómago.
No hay alimentos, no hay nada para que uno pueda sobrevivir. Me tocó venirme con mi familia para Colombia. Aquí la gente es muy humanitaria y nos ayuda mucho a los venezolanos», explica la abuela Hortensia López, de 66 años, durante una parada en el camino en el Punto de Apoyo de Hermanos Caminantes, a 50 kilómetros de la
frontera.
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