Los migrantes lo llaman «el paquete» porque por US$350 pagan alojamiento, comida, transporte en lancha y un guía hasta las puertas del Tapón del Darién, la difícil selva que atravesarán a pie camino de Estados Unidos.
Por BBC MUNDO
El venezolano José Gutiérrez lo compró y parece satisfecho.
«Todo está muy bien organizado. El guía nos recogió en la terminal de buses, nos buscó dónde dormir, comer y abastecernos», dice este migrante joven y vigoroso, listo para emprender la travesía.
Gutiérrez aguarda sobre las 10 de la mañana junto a uno de los dos muelles de Necoclí, un remoto pueblo del norte de Colombia ubicado a pocos kilómetros del Darién, uno de los pasos migratorios más peligrosos del mundo.
Hoy el mar está bravo, así que aún no sabe si zarpará la lancha que lo llevará al otro lado del Golfo de Urabá para adentrarse en la tupida selva entre Colombia y Panamá, en la que cada año mueren decenas de personas.
Solo en 2024 murieron al menos 55, según estiman autoridades panameñas. Se teme que muchos otros desaparecen en el intento.
Por ubicación, servicios e infraestructuras, Necoclí se ha convertido en un paradero donde cada año cientos de miles de migrantes recuperan fuerzas y fondos antes de reemprender su odisea.
Uno podría pensar que este fenómeno mantiene en crisis a esta población de alrededor de 70.000 habitantes.
Pero desde que en 2019 aumentó el flujo de personas hacia el Darién, el poblado prosperó, no sin retos, con la industria de la migración.
Se disparó la oferta hotelera y de restaurantes, aparecieron decenas de tiendas que surten al migrante, se ampliaron y construyeron nuevas casas, se multiplicaron las motos y los viajes en bote. La economía se dinamizó.
«Aquí en Necoclí hay absolutamente de todo», me explica Gutiérrez.
Cuando el mar se calma, se acaba la incertidumbre para el venezolano. Más migrantes se le unen hasta superar la veintena.
Un guía da las últimas indicaciones y los abraza uno por uno. Les desea suerte. Un oficial de migración pasa lista. Los pasajeros toman asiento, poniendo a sus pies las pertenencias. El timonel enciende el motor.
La lancha zarpa, sortea las olas de la orilla y se mete mar adentro. Todo está coordinado.
La de los botes es una de las áreas que más lucro genera, de acuerdo a la secretaría de Turismo.
En Necoclí operan dos y cobran 170.000 pesos (US$38) por trayecto de ida y vuelta.
El migrante, aunque solo realice el viaje de ida, paga lo mismo.
De pueblo remoto a epicentro migratorio
Dicen en Necoclí que hasta 2019 o 2020 no llegaron migrantes en masa. Los necoclicenses vivían de cultivar banano o coco, de la pesca, del ganado y, sobre todo, de un turismo atraído por sus casi 100 kilómetros de playa.
Aparte de eso no era un municipio muy diferente a otros remotos colombianos, marcados históricamente por falta de recursos, difícil acceso, debilidad institucional y la presencia de grupos armados.
En este caso, del autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), una organización paramilitar que en los últimos tiempos rechaza el nombre con el que más se le conoce, el Clan del Golfo, al que gobierno y expertos vinculan con economías ilícitas como el tráfico de drogas, la minería ilegal y el tránsito migratorio.
Todo cambió tras explotar la crisis migratoria en 2021.
«El mar entre Necoclí y el otro lado del Golfo es más tranquilo y aquí, por el turismo, ya había hoteles, restaurantes y transportadoras marítimas que nos convirtieron en un punto expedito para la migración», me explica el secretario de Turismo del municipio, Carlos Rojas.
Algo más de 60 kilómetros de agua, alrededor de dos horas de navegación, separan Necoclí de Capurganá y Acandí, los últimos municipios colombianos antes del Darién.
Estos también, me cuentan locales, consiguen sacar rédito del flujo migratorio, aunque no de una forma tan establecida como la de Necoclí.
Se calcula que en 2019 cruzaron la selva alrededor de 22.000 personas. En 2020, con la pandemia, el número se desplomó a menos de 10.000. Un año después, superó los 130.000.
Según el gobierno panameño, un récord de más de 500.000 personas la atravesaron en 2023.
En 2024, si bien se redujo a casi la mitad, entre otros motivos por el mayor control de fronteras impuesto por el gobierno panameño, se cree que al menos 300.000 personas cruzaron el paso.
Y de acuerdo a una evaluación del secretario de Gobierno de Necoclí, Johan Wachter Espitia, la mayoría pasó antes por allí.
Cuando los flujos se dispararon, el pueblo apenas dio abasto. Colapsó.
Decenas de miles de migrantes quedaron varados. Muchos acamparon en las playas. Algunos se quedaron años.
Según se apaciguó la crisis, en Necoclí hicieron números.
«Aprendimos que, si bien la migración es un fenómeno que no estábamos preparados para asumir, se podía recibir con cierta positividad: generó buenas divisas e ingresos para muchas familias y comercios del municipio», cuenta Rojas, quien además de su cargo institucional también es empresario turístico.
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