Que el mundo se está calentando es una realidad comprobada por la ciencia climática. La aceleración de ese proceso en las últimas cuatro décadas es también común. Pero no toda la esfera terrestre está viendo sus temperaturas subir al mismo ritmo: en el continente americano, el norte ha visto un incremento mayor que el sur; los países ricos, más que los de ingreso medio; y las costas, particularmente la atlántica, más que el interior. Aunque algunas de esas tendencias pueden cambiar.
Respecto a la media de 1950 a 1980, las temperaturas en América del Norte, Centroamérica y el Caribe han aumentado casi 1,2 grados centígrados. Aproximadamente cuatro quintas partes del incremento tuvo lugar en solo una década: la de los noventa. Fue la de la concienciación definitiva sobre el calentamiento global, con el agujero en la capa de ozono (hoy en retroceso) y el ‘efecto invernadero’ como protagonistas. Pero un cambio paulatino en los patrones de consumo, especialmente energético, facilitado por el acceso a mejores tecnologías y la presencia de nuevos mecanismos regulatorios, así como tratados y protocolos internacionales, ha desacelerado (aunque sin frenarla) la subida en el siglo XXI, cuando América del Sur ha tomado el relevo: de 2003 a 2015, el aumento ha sido tan grande como en los 25 años anteriores. La velocidad del aumento de temperatura se ha duplicado.
Aún así, Norteamérica, Estados Unidos y especialmente Canadá, acumulan los mayores aumentos de temperatura media desde los años sesenta, a considerable distancia del resto de países. No es casual que se trate de las dos naciones con mayor grado de desarrollo económico del continente: los combustibles fósiles han sido imprescindibles para consolidar el crecimiento y el bienestar, y este es el resultado.
De igual manera, lo siguen siendo hoy, especialmente para aquellos países que aspiran a incorporarse al club de los de mayor ingreso. Estas naciones tienden a ver como cierto desequilibrio redistributivo el hecho de que sea precisamente ahora cuando se busca implantar límites transnacionales a las emisiones: cuando ya no son tan necesarias para quienes se han apoyado en ellas para alcanzar metas de crecimiento. A pesar de que el compromiso de París ya incorporó mecanismos de compensación para reequilibrar las oportunidades, la especificación de su implementación durante la cumbre del clima de Glasgow mantiene abierta la conversación en torno al peso que debe asumir cada país para frenar el calentamiento. En el continente americano, las derivadas políticas de esta brecha se expresan con particular claridad en el caso de los grandes países que, como México o Brasil, exigen mayor financiación con un enfoque transaccional.
Pero la mayor división que se aprecia sigue siendo de orden geográfico: los países andinos, independientemente de su nivel de ingresos, son los que han sufrido incrementos más modestos. La Paz (Bolivia), la capital más alta del continente, sube +0,64 grados. En niveles similares están Puno o Cusco, en el Perú montañoso. Pero basta con subir un poco al norte, acercarse a un entorno más templado o directamente cálido, para que las cifras se multipliquen por dos: es el caso de ciudades como Medellín (Colombia), Guayaquil (Ecuador) o la práctica totalidad de las capitales centroamericanas.
De hecho, la exposición costera, especialmente en las franjas templadas, y con más fuerza en su vertiente oriental (las costas hacia el Atlántico), determina subidas de temperatura más fuertes. Así, todo el frente marítimo urbano de Nueva Inglaterra, desde Edison hasta Boston, ha visto incrementos de +2,8 grados en los últimos sesenta años. Menos que Halifax, un poco más al norte pasando la frontera canadiense (+3,08 grados), Anchorage (capital de Alaska: +3,05 grados), o Winnipeg, en la provincia canadiense de Manitoba, que es la ciudad de todo el continente que ha sufrido un mayor incremento (+3,41 grados).
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