En lo estético, la decoración de San Valentín de Jill Biden fue recibida sin excesivo entusiasmo. En comparación con aquellas recargadas puestas en escena de su predecesora Melania Trump, que rozaron lo tenebroso en el memorable montaje de los “árboles sangrientos” en la Navidad de 2018, resultaban menos pretenciosos estos cartelones con forma de corazón clavados en el césped del jardín delantero de la Casa Blanca. En rosa, rojo y blanco, cada corazón llevaba una palabra bonita impresa, algunas tan poco relacionadas con el día de los enamorados como “fuerza” o “unidad”. “Mandar mensajes de curación, unidad, esperanza y compasión, esa es su tarjeta de San Valentín al país”, dijeron en su oficina.
Tenía algo de entrañable ese aire como de trabajo de los alumnos de una clase de primaria, más cuando la primera dama es también profesora. Y cualquier mensaje de positividad emitido desde el 1.600 de la avenida Pensilvania suena a bendición después de estos últimos cuatro años. Pero también es cierto que no era la composición más elegante. Quizá no hacía falta meterse en el jardín de decorar el ídem de la Casa Blanca en San Valentín. Y, ya puestos, se trató de una oportunidad desaprovechada para cuestionar que tenga que ser la mujer de la casa la encargada de la decoración. ¿O se espera también de Doug Emhoff, segundo caballero, que decore la residencia de la vicepresidenta Kamala Harris en el Observatorio Naval?
El mensaje de amor revela, en cualquier caso, alguna clave de la nueva primera dama, que exhibe la misma prisa que su marido por distanciarse de sus predecesores. Jill Biden, de 69 años, quiere dejar huella. Y quiere hacerlo rápido. Se casó a los 26 con un senador que se presentó dos veces a las primarias presidenciales antes de ganarlas en 2020, y fue segunda dama durante ocho años. De modo que ha tenido tiempo para reflexionar acerca de lo que se espera de una esposa de un presidente. Un papel que constituye un caso curioso en la cultura estadounidense: no remunerado y carente de una descripción clara en la ley, cada primera dama lo define un poco a su manera.
Melania Trump pasó los primeros tres meses como primera dama residiendo en la torre Trump de Nueva York, a un coste para el contribuyente de al menos 125.000 dólares al día en seguridad. Incluso en Washington, pasó todo el tiempo que pudo fuera de los focos. Pero Jill Biden se muestra cómoda en el papel. Su agenda está llena y su equipo en la Casa Blanca está bien dotado para trabajar en sus propias prioridades. Tiene a su servicio siete funcionarios a tiempo completo, más que ninguna otra primera dama. Y a todos los conocía de antes, lo que le ha permitido empezar pronto.
Solo en su primera jornada completa como primera dama, el pasado 21 de enero, Jill Biden se reunió con el nominado por su marido para ministro de Educación, Miguel Cardona; después recibió a los líderes de los dos principales sindicatos de profesores en la Casa Blanca y, a continuación, celebró una conversación online con 11.000 educadores de todo el país.
Para leer la nota completa, pulsa aquí
Si quieres recibir en tu celular esta y otras informaciones descarga Telegram, ingresa al link https://t.me/albertorodnews y dale click a +Unirme.