Hay una palabra exacta que define el resultado de esta COP26, la cumbre de medio ambiente que terminó en Glasgow después de dos semanas de deliberaciones: Procrastinar. Consiste en posponer deliberadamente tareas importantes pendientes, a pesar de tener la oportunidad de llevarlas a cabo.
Y eso es lo que sucedió. Los líderes mundiales tendrán que volver a la mesa de negociaciones el próximo año en la COP27, que se realizará en Egipto, con planes mejorados para reducir los gases de efecto invernadero porque los objetivos propuestos en esta cumbre son demasiado débiles para evitar niveles desastrosos de calentamiento global.
Ya lo sabemos. La conclusión científica es casi unánime (dejando de lado a los negacionistas). Si sobrepasamos el aumento de los dos grados centígrados promedio de la temperatura global con respecto a los niveles anteriores a la Revolución Industrial, el daño será irreversible. Nuestros hijos y nietos tendrán que sobrevivir en una atmósfera irrespirable, entre tormentas extremas, inundaciones y sequías. La Cumbre de París de 2015 definió que, para evitar realmente una catástrofe, deberíamos mantener el calentamiento global por debajo del 1,5C.
Los planes nacionales actuales -conocidos como contribuciones determinadas a nivel nacional (CDN)- conducirían a un calentamiento de 2,4C, según el análisis dado a conocer esta semana por el prestigiosa Climate Action Tracker. En Glasgow no se logró casi nada para que esto no termine siendo una tragedia largamente anunciada.
En general, la gran mayoría de los países no cumplen con los objetivos planteados y grandes depredadores del medio ambiente como China, Rusia o India se niegan a asumir los compromisos necesarios para detener las emisiones de gases contaminantes. Lo reiteraron con su actitud aquí en esta COP26, a pesar de las interminables apelaciones. Y es que sus contrapartes, Estados Unidos y Europa, tampoco cumplen con lo que prometen en su retórica. Siguen en el limbo los 100.000 millones de dólares anuales que los países más ricos tienen que dar a los en desarrollo para ayudarlos a adaptar sus economías a una más “verde”.
Christiana Figueres, la ex jefa de la ONU para el clima que supervisó la cumbre de París de 2015, Laurence Tubiana, la diplomática francesa que elaboró el acuerdo, y Laurent Fabius, el ex canciller francés que también supervisó París, lo dijeron claramente: “En las circunstancias actuales, los objetivos deben reforzarse el año que viene”. Una frase que se podría aplicar a cada conclusión de las cumbres en los últimos 26 años. Todo pasa para el próximo año. O aún peor. La obligación de los países es mostrar sus avances y objetivos cada cinco años, no anualmente. “Esto es crítico. Necesitamos mucha más urgencia. No podemos esperar cinco años para las nuevas NDC”, dijo la costarricense Figueres.
China sigue liderando a los países que repiten el mantra de “las potencias se desarrollaron contaminando y ahora quieren que nosotros detengamos nuestro desarrollo. Ellos son los que tienen que pagar las consecuencias”. Es cierto, es una cuestión de justicia ambiental. Pero el detalle es que el calentamiento global no sabe de fronteras y mucho menos tiene paciencia. Y todos quieren estirar la cuerda hasta el máximo. Brasil, Indonesia y varios otros países que conservan las mayores extensiones de biodiversidad, lograron más tiempo para seguir talando los bosques y limpiando las tierras para la agricultura y la ganadería. China e India queman conjuntamente dos tercios del carbón mundial y lo seguirán haciendo. Arabia Saudita lidera a los países de la OPEP, los grandes productores de petróleo, que se niegan a aceptar hasta que se diga en los documentos de la ONU que los combustibles fósiles contaminan.
A pesar de que el presidente Joe Biden se presenta como el nuevo adalid del medio ambiente (no tiene que hacer mucho en este sentido después del negacionista Donald Trump para ser el campeón), Estados Unidos no suscribió algunos de los compromisos climáticos más estrictos de la COP26, con su firma notablemente ausente en las promesas de eliminar la minería del carbón, poner fin al uso de motores de combustión interna y compensar a los países más pobres. Estados Unidos sigue generando una quinta parte de su electricidad a partir del carbón. Si el Congreso de Washington termina aprobándole la próxima semana su proyecto de seguridad social y ambiental con un presupuesto de 1,75 billones de dólares, tal vez pueda ir el año próximo a Egipto con mejores noticias.
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