Si a Marcela Mendoca, de 30 años, le preguntan qué quería ser de niña, la respuesta es sencilla: futbolista. Sus tardes en San Isidro, localidad de la provincia de Buenos Aires, las pasaba corriendo tras una pelota entre veredas arboladas y casas que parecían mansiones. Con sus tres primos, hermanas y otros amigos, jugaban hasta ponerse rojos del cansancio o hasta que la pelota atravesaba una cerca y se perdía entre la maleza de algún jardín elegante.
Sin embargo, como un despertar rápido de la infancia, el balón dejó de rodar por las calles silenciosas del barrio. Sus tres primos padecían de distrofia muscular de Duchenne, una compleja enfermedad de nacimiento que atacaba y reducía la movilidad de sus cuerpos. Poco a poco, fueron perdieron toda capacidad motriz, entre otros malestares que se acentuaron con el tiempo. A los diez años, Marcela vio fallecer al primero de ellos. «Eso hizo que valorara más la vida, me marcó para siempre», dice hoy, en diálogo con RT.
Aquella muerte temprana, sin que ella lo supiera, definiría su futuro: ya no sería futbolista, aunque continuaría jugando a la pelota con niños de países como Congo o Bangladesh, sosteniendo un estetoscopio en la mano. Sus primos ya no estarían, pero cada vez que levantara la vista hacia las estrellas ─sea combatiendo el virus del ébola en Sierra Leona o la pandemia del covid-19 en el Amazonas peruano─, encontrará en las luces del cielo un mensaje de su parte que dirá: «Todo está bien, ‘kuki'».
Marcela, o simplemente ‘kuki’, ingresó como enfermera a la organización internacional humanitaria Médicos Sin Fronteras (MSF) en 2017. Desde entonces, visita comunidades en emergencia sanitaria de todo el mundo con el objetivo de brindar asistencia médica. Sin embargo, su trabajo territorial comenzó mucho antes y en su propio país.
En 2014, a los 24 años, formó un proyecto solidario junto a otras colegas para visitar a poblaciones rurales de la provincia norteña de Santiago del Estero. Su objetivo era asistir a sus habitantes a través de revisiones médicas y determinar qué tipo de necesidades requerían. «Mi sueño era tener una clínica móvil y viajar por toda Argentina para llegar a los lugares donde la salud pública no podía», explica. «Pero con una amiga nos dimos cuenta de que podíamos hacer algo más sencillo».
Las enfermeras, tras la ayuda de una fundación, llegaron hasta una comunidad santiagueña donde las necesidades básicas eran alarmantes: no tenían luz, ni agua y las casas estaban separadas por kilómetros a través de un camino de tierra intransitable. «Eramos chicas y no teníamos dinero. Hacíamos todo a pulmón», recuerda Mendoca. Su iniciativa, pese a todo, duró tres años. Aquel primer contacto con personas en situación de vulnerabilidad sería solo el comienzo.
En 2016, ‘kuki’ envió una solicitud para unirse a MSF, mientras trabajaba en un hospital privado de Buenos Aires. Aunque estaba conforme allí, algo adentro suyo le decía que su vocación médica no estaba en un lugar donde la gente debía pagar para ser atendida.
Además, las historias que contaba una amiga de su hermana, Candelaria Lanusse ─enfermera de la organización humanitaria─ sobre las misiones que realizaba alimentaban aún más su deseo. «Leía los emails que nos mandaba Candelaria contando su experiencia y sabía que quería lo mismo», agrega.
La respuesta final de MSF a su aplicación duró unos seis meses. Entrevistas, exámenes obligatorios y un viaje a la sede que la entidad tiene en España fueron necesarios para su admisión. En ese tiempo, sin embargo, otro de sus primos fallece a causa de la enfermedad motriz que padecía. «Cuando murió, se me empezaron a aparecer muchas estrellas fugases y cometas en el cielo. Lo tomé como una señal de su parte. Me decía que todo iba a estar bien», explica Marcela. Desde entonces, cada vez que está triste, busca estrellas que dejen una estela de luz en la noche y, de esa manera, sabe que está acompañada.
Su primera misión como enfermera humanitaria de MSF no se hizo esperar. Marcela fue enviada en 2017 a la frontera de Angola, donde un campo de refugiados de 5.000 personas aguardaba por cualquier asistencia. Las condiciones del asentamiento eran precarias y algunos de sus pobladores ─escapando de conflictos violentos en su país de origen─ presentaban cuadros de desnutrición y tuberculosis.
‘Kuki’ estaba a cargo de la puesta de salud del lugar, junto a otras enfermeras y médicos. Allí, en un hospital desmontable, recibían unas 300 consultas por día: «Fue intenso. Atendíamos a niños, ancianos y mujeres embarazadas, muchos con síntomas graves como la malaria», detalla. También debían desplazarse hasta las pequeñas viviendas que se habían levantado en el sitio cuando alguien se descomponía: «Ellos calentaban sus comidas adentro de carpas y el humo a veces los asfixiaba. No había nadie para ayudarlos, solo nosotros».
Luego de unos meses, la joven enfermera fue trasladada a Bangladesh, país del sudeste asiático. Esta vez, un brote de difteria ─un virus que afecta a las vías respiratorias y que debería estar erradicado─, se había propagado por diferentes campos de desplazados que agrupaban a un millón de personas. En esos espacios, señala Marcela, las epidemias suelen desatarse en conjunto. «Sarampión, paperas, cólera, estaban todas. La mayoría de los habitantes no estaba vacunada. Eso hizo que las enfermedades circularan más rápido», destaca.
En el caso de la difteria, similar al covid-19 en cuanto a sus efectos y transmisión, las personas podían recuperarse con un anticuerpo suministrado a través de una vacuna. Sin embargo, los últimos brotes habían ocurrido hace 50 años, lo que dificultaba conseguir un proveedor de dosis en grandes cantidades. «Fue una experiencia enriquecedora para todo el equipo por el aprendizaje. En tres meses, nos volvimos expertos en enfermedades epidémicas», asegura Mendoca.
Su siguiente misión la llevó de regreso a África. En este caso, a Sierra Leona, donde el virus del ébola volvía a atemorizar a la población. El último brote de la enfermedad en el continente ─entre 2014 y 2016─ fue el más extenso y letal desde que se descubrió la enfermedad en 1976, dejando un saldo de 11.000 muertos.
Marcela y el equipo de MSF llegaron al país africano para prestar soporte al Ministerio de Salud, dado que gran parte del personal sanitario había muerto en la última epidemia. Durante cuatro meses, ‘kuki’ estuvo a cargo de los servicios de nutrición, pediatría y maternidad en un hospital. «Fue un proyecto tranquilo, no hubo desbordes de casos graves. Trabajamos sobre todo la prevención del ébola porque se intenta que no vuelva a pasar de nuevo», puntualiza.
Tras un breve paso por el Congo, y un merecido descanso en Argentina, la enfermera se embarcó en una nueva misión: asistir a los habitantes del Amazonas peruano ante la propagación del coronavirus. Fue así como el 9 de julio llegó al país sudamericano para sumarse como personal médico en una comunidad rural de 60.000 personas. «Acá no hay electricidad, lo que impide el uso de respiradores en caso de ser necesario. Tampoco tienen hospitales de alta complejidad cercanos, solo algunos centros de salud», resume Marcela.
Con 33 millones de habitantes, Perú ocupa el tercer puesto en decesos por la pandemia de América Latina, detrás de Brasil y México. Concentrando el epicentro de la crisis sanitaria en Lima, el número total de casos positivos ascendió a 525.803, mientras que los muertos llegaron a 26.075 personas. Sin embargo, en las poblaciones amazónicas, la situación es diferente a la de las grandes ciudades por el momento. «Estar tan alejados resulta positivo en estos casos. Las comunidades se cierran ellas mismas. Además, sus moradores son muy jóvenes (el 40% no supera los diez años), lo que reduce la letalidad del virus», advierte Mendoca.
El equipo de MSF, cuyas misiones se financian con el aporte solidario de personas de todo el mundo, está trabajando actualmente junto al gobierno peruano capacitando a profesionales en los centros de salud de aquella zona, como así también recibiendo y administrando donaciones de todo tipo.
La experiencia de la organización con las epidemias, en el inédito contexto actual de la región, es fundamental para enfrentar el avance del virus. «A partir de la pandemia, muchos pudieron vivir en carne propia lo que le sucede con los refugiados todo el tiempo. Esta realidad es lo que se vive siempre en las zonas de conflictos», finaliza ‘kuki’.
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