Habían pasado solo 11 días de enero y en Colombia ya se registraban dos masacres. En todo 2021 han sido 94 con más de 300 víctimas. La última ocurrió la noche del 26 de diciembre en Casanare, en el oriente del país. Tres campesinos, miembros de una misma familia, fueron baleados cerca de su vivienda. Apenas unas horas antes, en una región cercana, otra matanza dejaba un saldo de cuatro heridos y tres muertos. La tarde anterior, el 25, un grupo armado irrumpió en un resguardo indígena del Putumayo y asesinó a siete personas. La comunidad reporta que hay otras tantas desaparecidas y que 35 familias fueron obligadas a desplazarse. A cinco años del acuerdo con las FARC, en Colombia todavía no se vive en paz.
Desde la firma, en 2016, se han salvado entre 4.000 y 6.000 vidas de exguerrilleros, fuerza pública y civiles, según Cerac, un centro de investigación sobre conflicto que monitorea los hechos de violencia en el país. Cerca de 13.000 guerrilleros se desmovilizaron y se reincorporan a la vida civil. El acuerdo ha funcionado, pero no del todo porque su implementación ha sido incompleta. “Hay un aumento en indicadores de violencia como masacres, homicidios, desplazamiento forzado, que se pueden explicar por una combinación de factores: una mala política de seguridad del Gobierno, lentitud en la implementación del acuerdo de paz y la pandemia, que le dio una oportunidad a los grupos armados de expandirse”, señala Juan Pappier, investigador de Human Rights Watch (HRW) para América. “2021 probablemente será el año con la mayor tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes en Colombia desde 2014″, ha alertado Pappier en los últimos días. Según el ministerio de Defensa, hasta noviembre pasado hubo 12.787 homicidios. Desde hace siete años no había una cifra parecida. En 2014, la más cercana, fue de 12.060.
“El acuerdo de paz tiene un componente claro para enfrentar la violencia de los grupos que se configurarían tras la desmovilización de la guerrilla, pero esto ha sido olvidado por el Gobierno”, agrega el investigador de HRW. Se refiere a los puntos 3 y 4 que hablan de la obligación del Estado de ofrecer garantías para la reincorporación de los desmovilizados, generar una política para enfrentar a otros grupos armados y de cambiar la política de drogas para favorecer a quienes durante décadas han sido afectados por los cultivos ilícitos. Colombia no es igual a la que era antes de 2016, pero la forma en que el Gobierno afronta la criminalidad parece la misma, opina el investigador.
“El panorama era otro. El país vivía un conflicto armado dominado por las FARC, con una estructura e ideología clara. Eso ya no existe, hay al menos 30 disidencias, además de la guerrilla del ELN y otros grupos. Todos, disputándose las economías ilegales ante un Gobierno que no ha entendido que las dinámicas han cambiado”, dice. El presidente Iván Duque ha intentado repetir el discurso de “mano dura” de su mentor Álvaro Uribe, pero golpear las cabezas de las estructuras armadas no ha sido suficiente para parar la guerra. Hace dos meses, el Gobierno celebraba la captura de Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, como el “golpe más importante de este siglo contra el narcotráfico”. Después el capo, que tenía bajo su mando a unos 3.000 hombres, dijo que había pactado su entrega, algo que el Gobierno ha negado. En las zonas en donde opera el Clan del Golfo, la estructura que lideraba, la violencia no termina.
Ese mismo grupo armado fue el responsable de uno de los desplazamientos masivos más grandes durante este año. En Ituango, en el norte de Antioquia, al menos 4.000 indígenas y campesinos fueron obligados a huir. “Esto responde a unas dinámicas de viejos actores con nuevos nombres, pero con los mismos objetivos que perseguían los grupos en las décadas del 50, 80 y 90: el control y la apropiación del territorio”, explicaba cuando se produjo la noticia la socióloga Nubia Ciro, en una entrevista a la Universidad de Antioquia.
Carlos Medina Gallego, profesor y miembro del Centro de Pensamiento y Seguimiento al Diálogo de Paz de la Universidad Nacional, dice que existe una simulación por parte del Gobierno frente a la implementación del acuerdo. “No hay una verdadera política de paz. El discurso sigue siendo el de la política de seguridad que solo apunta a la guerra”, señala el académico. “El Gobierno no está interesado en cumplir el acuerdo y se ha preocupado más por mostrar una política represiva y hablar de una guerra contra el narcotráfico, que parece solo estar simulando”, apunta Medina Gallego.
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