El presidente Lenín Moreno terminará el lunes una Presidencia de “transición” de cuatro años al frente de Ecuador, tras diez de correísmo y luego de la elección de un conservador por primera vez desde 2003, en la que el mandatario ha saltado de una crisis en otra hasta terminar en la “tormenta perfecta” de 2020.
Con índices históricos de impopularidad, algunos sondeos lo sitúan por debajo del 10 % de aceptación este año, Moreno entregará la banda presidencial a Guillermo Lasso tras una tortuosa gestión, fruto en parte de la crítica situación económica heredada, pero también de errores propios.
Y aunque desde el primer día sabía que no se presentaría a la reelección (“es peligroso que una persona se eternice en el poder”), ha reconocido a Efe que “siente bastante alivio” por dejar la Presidencia, pero “sobre todo, el alivio del deber cumplido”.
EL CONCEPTO DEL DEBER
El “deber” de sacar a su país de la crispación política en la que se hallaba en 2017, conceder mayor libertad de expresión (había una “ley mordaza” desde 2013), luchar contra la corrupción y alentar una economía que llevaba años de caída por el precio del petróleo.
Objetivos todos ellos que condujeron a virulentas confrontaciones con distintos sectores de la población, y sobre todo con los seguidores de la agrupación que le había aupado al poder, el movimiento Alianza País, de Rafael Correa (2007-2017), y las comunidades indígenas.
Con ambos tuvo que lidiar en las calles en octubre de 2019, cuando en cumplimiento de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), eliminó unos históricos subsidios a la gasolina que acabaron en la peor ola de violencia en décadas en el país, con al menos seis muertos y 1.500 heridos, 800 millones de pérdidas y un profundo cisma social.
En una entrevista con Efe este año, Moreno explicó que “lo creía justo porque estaba beneficiando únicamente a los ricos, los narcotraficantes y los traficantes de combustible”, pero reconoció sobre esa resolución, luego derogada, que se “arrepintió” porque “seguramente no fue el momento y no se dialogó lo suficiente”.
En un ejercicio de autocrítica ante su salida de la Presidencia, también lamentó “no haber sido más previsivo y controlador” en la gestión de los hospitales al comienzo de la pandemia, cuando se descubrieron una serie de sobreprecios en insumos médicos cuando más se necesitaban.
Y el no haber profundizado “bastante más” en el diálogo con todos los sectores y “convertirlo en una política de Estado”, según había sido su intención inicial.
TURBULENCIAS GENERALIZADAS
Afable y campechano, la de Moreno es considerada por analistas como una “transición inconclusa”. Inconclusa para aquellos que desde la izquierda le llamaron “traidor” por abandonar el “Socialismo del Siglo XXI” sin terminar la “revolución ciudadana”, y también para aquellos que desde el centroderecha esperaban mayores reformas.
Pero lo cierto es que la de Moreno ha sido una gestión marcada por las crisis casi desde el primer momento.
La lucha política y judicial contra el correísmo, la corrupción y el narcotráfico, el fin del asilo a Julian Assange, el secuestro y asesinato de tres periodistas a manos de narcotraficantes disidentes de las FARC en la frontera con Colombia, los agujeros financieros, los violentos disturbios de 2019 y, para cerrar, la pandemia del coronavirus, han jalonado una gestión bajo asedio.
Ni hablar de los retrasos e irregularidades en el plan de vacunación, que costó el cargo este año a tres ministros de Salud.
Moreno suele insistir en que fue “engañado” cuando le ofrecieron una Presidencia con “la mesa servida” (cuentas en orden y con liquidez), porque se encontró una situación bien distinta: un déficit acumulado por aclarar que resultó ser el doble de lo registrado, unos 55.000 millones de dólares.
Este endeudamiento obligó desde principios de 2019 a fuertes recortes, solicitar asistencia a los multilaterales y, en definitiva, a la confrontación social, que sus rivales del correísmo aprovecharon para desgastarlo y desacreditarlo.
LA TORMENTA PERFECTA
Curiosamente, en las relaciones exteriores quizás esté el mayor logro del mandatario saliente, quien respaldado por EE.UU. -un país del que Ecuador se había distanciado en la Administración de Correa- consiguió miles de millones de los multilaterales para superar la que él considera “la tormenta perfecta” de 2020.
Confluyeron en ella la severa falta de liquidez con la necesidad de gastar millones en salud; el derrumbe del precio del petróleo, su principal producto de exportación, y un desastre natural que afectó a las ventas; y la corrupción que afloró cuando más se necesitaba la solidaridad.
Porque en un país donde el coste de la corrupción fue cifrado hace dos años en 70.000 millones de dólares, lo mismo exactamente que la deuda en 2021, ambos fenómenos van intrínsecamente ligados.
Sin considerarse realmente un Gobierno de transición, para Moreno sus principales logros son haber devuelto a su país una “libertad” que había sido “lastimosamente coartada de manera permanente en el Gobierno anterior”, así como el “diálogo”, “el haber aprendido, a veces a la mala y generalmente a la buena”, que es el “mejor mecanismo para poder cambiar”.
El último y no menos importante, dejar “las cuentas en orden” y una “Ley de defensa de la dolarización”, el sistema monetario que ha dado estabilidad al país las últimas dos décadas.
EFE
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