La cifra estremece. Se calcula que más de un millón de niños y adolescentes fueron asesinados en los campos de concentración nazis. Sólo por Auschwitz pasaron 237.000 jóvenes. De esos, sólo consiguieron sobrevivir 700.
Matías Bauso | Infobae
Una chica, la historia de ella, es la que mayor difusión logró, la que consiguió que en un drama colectivo, su nombre quedara grabado en varias generaciones. Su caso fue el de tantos otros. Pero la historia de Ana Frank no se perdió gracias a la fuerza de la escritura. Su diario, esa colección de cartas cotidianas enviadas a Kitty, su amiga imaginaria, superó el paso del tiempo.
El exterior era hostil y lejano por más que estuviera a unos pocos metros de distancia. Era inaccesible. Pertenecía al pasado o a un futuro hipotético. Ana Frank en su diario reflejaba su mundo, intenso y propio.
Annelies Marie Frank tenía trece años que un día de 1942 decidió empezar un diario personal en ese libro de autógrafos que le habían regalado sus padres para el cumpleaños. Nació en Frankfurt. Su familia se radicó en Amsterdam cuando ella era muy chica. En 1940 con la ocupación nazi, los Frank quedaron atrapados en Holanda. Los padres eran Otto y Edith; Margot, la hermana.
Una carta, deslizada bajo la puerta de la casa en junio del 42, los obligó a tomar una decisión. En ella se conminaba a Margot, la hermana mayor de Ana, a presentarse ante las autoridades para ser enviada a un “campo de trabajo”. Aunque no se tuviera todavía real dimensión de lo que sucedía, los Frank sabían que el peligro era inmenso. Las persecuciones a los judíos se incrementaban día a día.
La decisión de Otto y Edith fue extrema. Acondicionaron un lugar, una casa, en la parte de atrás del lugar de trabajo de Otto. Decidieron resguardar la familia apartándose del mundo. Dejaron su casa premeditadamente desordenada con una carta en la que informaban a unos vecinos que se escapan a Suiza. La pista falsa pretendía desalentar a sus perseguidores.
La vivienda estaba compuesta por distintas habitaciones en una construcción de tres pisos a la que se entraba por una puerta angosta oculta detrás de un armario. En esa casa pasaron el resto de su vida como familia, los siguientes dos años.
“Sólo cuando ya estuvimos en la calle, papá y mamá empezaron a contarme poquito a poco el plan del escondite. Llevaban meses sacando de la casa la mayor cantidad posible de muebles y enseres, y habían decidido que entraríamos en la clandestinidad voluntariamente el 16 de julio. Por causa de la citación, el asunto se había adelantado diez días, de modo que tendríamos que conformarnos con unos aposentos menos arreglados y cómodos”, escribió Ana en su diario sobre el origen de la reclusión.
Imre Kertézs recibió el Premio Nobel de Literatura en 2002. Una de las no tan habituales ocasiones en que la Academia Sueca nos hace descubrir a un gran autor, al que sin el Premio no hubiéramos leído. Antes, mucho antes, Kertész fue otra víctima del nazismo. Su obra está atravesada por ese hecho. Pero es en su novela autobiográfica Sin Destino donde describe con toda exactitud (y a través del chico de 14 años que era en ese entonces) la experiencia en los Lager.
Lo primero que hizo al entrar fue mentir. Mintió la edad. Tuvo suerte. No quedó primero en la fila y alguien, un detenido con antigüedad le susurró que dijera que tenía dieciséis años. Le dijo también como se decía dieciséis en alemán. La mentira (tenía catorce) lo llevó a practicar durante largos meses trabajos forzados, los habituales para los prisioneros. Pero le permitió sobrevivir. La crueldad no conocía límites. Los niños caían en las generales de la ley. Y en cuanto se podía se los exterminaba. Sin piedad alguna.
Él consiguió salir con vida pero fue una excepción. Por eso nos cuenta también la historia de los otros, de los jóvenes y de las familias que fueron asesinadas.
“Allí todos conocíamos a la familia Khollmann; procedía de un pueblo llamado Kisvardá, igual que otras muchas personas del campo, y donde era seguramente gente respetable; por lo menos los otros los trataban con deferencia y hablaban de ellos con reverencia. Eran tres: el padre, bajito y calvo, el hijo mayor y el más pequeño –los dos tenían unas facciones diferentes a las del padre, pero eran casi idénticos, por lo que deduje que se debían parecer a la madre-; eran dos muchachos rubios, de ojos azules. Los tres iban siempre juntos, y siempre que podían, tomados de la mano. A medida que pasaba el tiempo observé que el padre se iba quedando atrás y los dos hijos tenían que ayudarlo, tomándolo de las manos. Más tarde, el padre ya no iba con ellos, entonces era el hijo mayor el que tenía que arrastrar a su hermano pequeño, que acabó desapareciendo también; finalmente era el mayor el que se arrastraba solo, hasta que no lo vi más. Al reflexionar ahora sobre todas esas cosas, comprendo que yo asistí a aquel proceso de una manera gradual, acostumbrándome a cada fase”, escribió Imre Kertész en Sin Destino.
El miedo era un habitante más de esa casa de atrás en la que vivían los Frank. Un compañero abrumador que ya desde hacía unos años estaba con ellos a cada momento. Que se paraba sobre sus cabezas, aplastándolos. Las persecuciones se habían incrementado en toda Europa. La vida se había hecho imposible. Las posibilidades de los judíos de escapar a las garras del nazismo y su implacable, cruel y eficaz maquinaria asesina eran cada vez más escasas.
“Hace mucho que sabes que mi mayor deseo es llegar a ser periodista y más tarde una escritora famosa. Habrá que ver si algún día podré llevar a cabo este delirio (?) de grandeza pero temas hasta ahora no me faltan. De todos modos, cuando acabe la guerra quisiera publicar un libro titulado ‘La casa de atrás’; aún está por ver si resulta, pero mi diario podrá servir de base”, escribió Ana en el inicio de su diario.
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Ana registró cada uno de sus días en el encierro. No se trata de un registro burocrático del paso del tiempo. En cada entrada hay vitalidad , un mundo interior que se despliega ante el lector: verdad, inocencia, búsqueda. Una adolescente que crece ante los ojos del lector. El drama de la guerra, las bombas, el miedo, la muerte omnipresente conviven con la ilusión, con los turnos de comida, los enojos con los padres, la sexualidad incipiente, el frío, los problemas de convivencia, las ilusiones. La frescura en medio del horror. El poder de la juventud y de alguien que lo cuenta con el corazón en la mano. Lo que los grandes historiadores bélicos suelen olvidar cuando hablan de campañas, generales y grandes batallas está en El Diario de Ana Frank.
Este pequeño y estremecedor poema fue escrito por Alena Synková, una nena de diez años que estuvo recluida en Terezin, el gueto/campo de concentración nazi. Terezín era una ciudad de tránsito; de ahí se derivaba a los prisioneros a los diferentes Lager. Hambre, hacinamiento, brutalidad, saqueo, muerte. De alrededor 15.000 niños y adolescentes que pasaron por esa antigua ciudad fortaleza sólo sobrevivieron poco más de 100. Años después se encontraron en rincones de las edificaciones o enterrados al pie de algún árbol, varios sobres que contenían dibujos y poemas escritos por varios de esos niños. Émulos, sin saberlo, de Ana Frank. Chicos que dejaron su testimonio en esa hojas de papel.
“Nos hemos acostumbrado a estar de pie a las siete de la mañana, luego al mediodía, y de nuevo a las siete de la tarde, formados en una larga cola con la cacerola en la mano, esperando que nos echen un poco de agua tibio con gusto a sal o con gusto a café, esperando que nos den algunas papas. Nos hemos acostumbrado a dormir sin camas, a saludar a cada uniformado, a marchar evitando las aceras, y a marchar otras veces sobre las aceras.
“Nos hemos acostumbrado a recibir bofetadas sin ninguna razón, a los golpes, a las ejecuciones. Nos hemos acostumbrado a ver morir a la gente en sus propios excrementos, a ver los féretros con su carga y montones de cadáveres; a ver como los enfermos se revuelcan en la mugre y a ver la desesperada impotencia de los médicos.
«Nos hemos acostumbrado a que de vez en cuando lleguen por aquí mil infelices y a que otros mil partan de tanto en tanto”, escribió Petrl Fischl en ese entonces de 15 años en una de esas hojas encontradas en Terezín. Unos meses después, a fines de 1944, Petrl moriría en Auschwitz.
Ana recuerda su vida anterior, una vida pasada y lejana, a pesar de que sólo pasaron unos meses. Era una vida que parecía irreal. “Una vida de gloria”, escribe. Valora a las amigas, los profesores, la atención que recibía, las compañías, las golosinas, poder comprarse cosas, darse gustos. Sabe que ahora viven en otra época. Un tiempo atroz del que no se veía escapatoria, opresivo. Pero al que se debía transitar con el impulso de la juventud.
«A nosotros nos va bien, mejor que a millones de otras personas. Estamos en un sitio seguro y tranquilo y todavía nos queda dinero para mantenernos», anota.
En una de las últimas entradas, la del 15 de julio de 1944, Ana se manifiesta abrumada por la realidad (“la terrible realidad ataca y aniquila totalmente los ideales, los sueños y las esperanzas”). Pero aunque por momento esos anhelos le parezcan irrealizables, decide no renunciar a sus esperanzas. Se aferra a ellas aunque reconozca con una lucidez increíble que “es imposible construir cualquier cosa sobre la base de la muerte, la desgracia y la confusión (…) pero cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad también acabará, que la paz y la tranquilidad volverán a reinar”.
Escribe un último párrafo el 1 de agosto de 1944. Tres días después, el 4 de agosto de hace 76 años un sargento de las SS y tres holandeses miembros de la Grüne Polizei irrumpieron en la vivienda escondida.
Golpes, gritos, alguna corrida, llantos. Resignación y dolor. Derrota. Todos los habitantes de La Casa de Atrás fueron detenidos y ubicados en diferentes campos de concentración. La mayoría murió en poco tiempo. La madre de Ana de inanición. Peter, el novio, en Mauthausen, a muy pocos días de la liberación del campo. Margot, la hermana mayor, donde había sido trasladada junto a Ana, en Bergen-Belsen. Una terrible epidemia de tifus la tuvo entre las primeras víctimas.
Unas semanas después, a mediados de febrero de 1945, Ana no aguantó más. Demasiado delgada, sola, casi sin pelo, vestida con harapos, castigada por el frío y el hambre, también sucumbió bajo el terror nazi y el tifus (esta enfermedad se mostró como la mejor aliada de las cámaras de gas, tan eficaz como ellas). La joven murió en el campo de concentración antes de llegar a los 16 años. El único sobreviviente de toda la familia fue Otto, el padre.
Pocas semanas atrás, Netflix estrenó el documental Descubriendo a Ana Frank. Historias paralelas en el que con la presencia de Helen Mirren se cruza la historia de Ana con la de cinco sobrevivientes que tenían una edad similar a la de ella. Uno de los testimonios es de una señora que debe acercarse a los noventa años. Vital y profunda, Sarah Lichtsztejn-Montard narra su vida. Se la ve feliz. Le preguntan si no tiene resentimiento. Ella niega. Dice que todo lo que le tocó vivir sólo le hizo amar mas a la gente, valorar más la vida y a las personas. “Sólo odio a los nazis”, afirma. Aunque, rápidamente y con sonrisa pícara, aclara: “Mis hijos, mis nietos y mis bisnietos son mi venganza hacia los nazis, mi burla invencible hacia ellos”. Y apenas termina de decir esto, Sarah mira con sus ojos brillantes a la cámara, sonríe y se lleva su mano derecha hacia la nariz, apoya el pulgar en la punta de esta y abre la mano y hace cimbrear con velocidad sus dedos. Les hace pito catalán.
El nieto de Sarah, un adolescente, muestra un tatuaje en su antebrazo. Es el número de su abuela, el que le tatuaron sus captores apenas ingresó al sistema concentracionario. Es su homenaje a su abuela, es la marca indeleble para que el testimonio no se pierda, no se olvide.
Después de la guerra, Otto Frank regresó a Amsterdam y esperó por sus hijas. Pero nadie volvió. Sólo llegaron las malas noticias que confirmaron su muerte. Dos de quienes habían sido sus benefactores y cuidadores en el tiempo en que se mantuvieron escondidos, le entregaron los cuadernos y papeles dispersos en los que Ana había retratado su vida en ese par de años. Otto se sorprendió; no sabía que su hija llevaba un registro tan minucioso de sus días. Buscó editor a esas hojas privadas para que Ana se convirtiera en escritora después de su desaparición. Lo que él todavía no entendía era que su hija ya era una escritora a pesar de ser una adolescente.
En 1947 aparecieron por primera vez, su título fue La casa de atrás. En inglés se editó como The Diary of a young girl (El diario de una chica joven) y en castellano como Las Habitaciones de atrás. El texto circuló con una velocidad sorprendente. Los lectores quedaron arrobados con el desparpajo, agudeza y sinceridad de esta joven. Una voz fresca y genuina que contaba el horror de una manera inédita. Y todo se volvía más horroroso en lo no contado, en el dato de que esa chica no había sobrevivido a Bergen-Belsen. El libro se convirtió en un suceso mundial.
En la actualidad ya han sido decenas de millones de personas los que lo han leído. Fue adaptado al cine y al teatro en innumerables ocasiones. Es uno de los textos más difundidos de los que cuentan esa época. Y, paradójicamente, a pesar de ser su tema principal, el Holocausto está fuera de campo.
El triunfo de Ana Frank y su diario es la permanencia en el tiempo, su inmortalidad. Esta historia, dolorosa, tierna y universal, no pierde vigencia. Nunca la perderá. Porque en cualquier época, recuerda, que hay espacios de humanidad aún en medio de la mayor inhumanidad. Como la mujer del documental, ella también, desde las páginas de su diario, le hace pito catalán a los nazis.
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