El paseo marítimo se llama Ocean Boulevard, aunque es más conocido como la milla de los multimillonarios. Más que un paseo es una carretera de dos carriles por donde desfilan con parsimonia playera jaguars clásicos y corvettes descapotables. Los conductores son hombres blancos de mediana edad, patricios de envidiable media melena canosa y bronceado a lo Richard Gere en American Gigolo. Si miran a un lado tienen el agua del Atlántico. Al otro, sus villas coloniales y mansiones estilo imperio.
En Palm Beach, una isla al sur de Florida, están las residencias de verano de algunos de los hombres más ricos del planeta. La mayoría, magnates discretos del mundo de las finanzas y los negocios inmobiliarios, dueños de casinos y equipos de fútbol americano. En los años ochenta, Donald Trump también compró en este carísimo pedazo de tierra una mansión que transformó en un elitista club privado. Desde este miércoles, fuera ya de la Casa Blanca, se ha convertido en su residencia oficial, diciendo adiós también a sus polémicas andanzas por la Quinta Avenida de Nueva York.
El último vuelo del Airforce one con Trump a bordo aterrizó a las 11:00 en el aeropuerto internacional de Palm Beach. Le quedaba solo una hora como presidente y la aprovechó regalándose un baño de multitudes. Más de un centenar de seguidores le esperaban en la calle antes de cruzar el puente que conecta la península con la isla, cerrado al público horas antes. La caravana con el séquito familiar avanzaba despacio por el asfalto. Desde el asiento trasero y con la ventanilla subida del imponente cadillac blindado que mandó fabricar durante su mandato, Trump saluda a sus simpatizantes: “os quiero”. “Dios os bendiga”. Hubo gritos de éxtasis y rabia, lágrimas y desconsuelo durante los últimos minutos de presidencia del magnate republicano.
Un día antes, los pocos humanos no motorizados que deambulaban por el paseo de los multimillonarios corrían a trote ligero con ropa deportiva y los auriculares puestos. Pocos se detienen a responder preguntas. Los únicos que conceden algo son turistas. Suart Miller, de 59 años, es neoyorquino y constructor como Trump y ha venido a ver a unos familiares. “Este es el lugar más seguro y hermoso del mundo. Por eso, la gente viene huyendo de los demonios comunistas de Nueva York. Yo le entiendo y también haría lo mismo si pudiera”.
Trump sí puede, pero su huida está siendo estruendosa. Con un puñado de investigaciones judiciales abiertas en Manhattan, el gobernador demócrata Andrew M. Cuomo lo declaró hace dos años persona non grata en Nueva York. La tensión siguió creciendo con su desquiciado enroque al acusar de fraudulenta la victoria de Joe Biden, hasta alcanzar el clímax con su arenga a los asaltantes del Capitolio hace dos semanas a manos de sus seguidores más ultras. Los últimos acontecimientos han dejado a Trump más solo y debilitado que nunca. Expulsado de las redes sociales, desacreditado por otros mandatarios internacionales, con un segundo proceso de destitución abierto en el Congreso, repudiado incluso por el establishment republicano y abandonado también por aliados clásicos como la cadena conservadora Fox.
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