Maryane Maryane da Rocha Santos, de 31 años, no recuerda el nacimiento de su segundo hijo. Tenía un tubo en la garganta y estaba en coma inducido cuando parió a José Bernardo en una unidad de cuidados intensivos para pacientes con coronavirus en el Estado de Ceará, nordeste de Brasil. Fue una decisión médica drástica para intentar salvarle la vida después de que la covid-19 comprometiera el 50% de sus pulmones y le causara un paro cardíaco. Su último recuerdo embarazada es que la ingresaron porque sentía que le faltaba el aire, a principios de mayo. Y, días después, se siente abriendo los ojos y buscando con su brazo derecho a su hijo. “Puse la mano sobre el vientre y le pregunté a la enfermera: ‘¿dónde está mi bebé?’. Ella solo me dijo que no me preocupara, que todo el mundo estaba siendo atendido”, cuenta.
Bernardo nació cinco días antes de que su madre despertara, confundida, en la cama de la UCI. Lo sacaron del útero el viernes 8 de mayo, con 28 semanas de gestación y menos de un kilo y medio de peso. No sintió el tacto de Maryane, que tardó días en montar el rompecabezas de la historia del parto, con los trocitos que le contaba el equipo médico y los que le narraba su esposo por videollamada. “Nació muy delgadito, aún no se había desarrollado completamente. Los médicos me dijeron que los pulmones y otros órganos aún no habían madurado. Lo que sé sobre el parto es lo que me contó mi marido. Me perdí su nacimiento, pero no pensaba mucho en ello. No paraba de preguntarme si se pondría bien”, cuenta Maryane.
Bernardo pasó dos meses y medio en la UCI neonatal. Afortunadamente, no se contagió de coronavirus durante el nacimiento. Pero a madre e hijo les prohibieron las visitas debido a las restricciones impuestas por la pandemia. En diferentes salas de la misma unidad, ambos intentaban recuperar la salud. Maryane fue dada de alta de la unidad de cuidados intensivos el 13 de mayo, pero tuvo que permanecer en la enfermería durante diez días debido a las secuelas causadas por la enfermedad y la larga hospitalización. “Salí de la UCI sin poder caminar. Tuve que volver a aprender a caminar, a comer alimentos sólidos. Solo me dejarían salir cuando me curara, y no podía ver a mi hijo”, recuerda. Todos los días, las noticias de Bernardo llegaban en forma de fotografías, vídeos e informes del equipo médico. “En el hospital me decían cómo estaba, si le habían hecho nuevas pruebas, todo. Pero no es lo mismo que estar presente”.
La angustia se intensificó cuando dieron de alta a Maryane y tuvo que alejarse todavía más de su hijo. Salió del hospital de Fortaleza y fue a la vecina ciudad de Caucaia, donde vive. Bernardo se quedó. “Tardé 74 días en conocer a mi hijo por la pandemia. Todos los días intentaba convencerme de que todavía lo tenía en el vientre”, dice. Y narra el juego mental que desarrolló para lidiar con esta ausencia. Se centraba en cuidar al mayor, de diez años, y se dedicaba a lavar y planchar varias veces la ropa que habían comprado para el recién nacido. “Había días en que rompía a llorar porque quería tener a mi hijo conmigo, en mis brazos. Todos los días me inventaba algo para intentar superarlo sin llorar. Temía que mi tristeza hiciera que tardara más en recuperarse”, dice.
A la distancia, Maryane intentaba ponerse en contacto con su hijo, aunque fuese en forma virtual. Le enviaba audios al equipo médico para que Bernardo pudiera reconocer su voz, aunque fuera a través de un móvil. “Le decía: ‘Mi bebé, Bernardo, ven a casa. Tómate la leche, que te echamos de menos. Toda tu familia quiere conocerte’”, recuerda. Y recibía vídeos con la reacción del niño, que en esos momentos todavía se cansaba mucho y le faltaba el aire cuando intentaba tomar el biberón en la UCI. “Cuando estaba más llorona y él oía mi voz, también lloraba. Creo que, de alguna manera, me sentía”.
El “guerrero” en casa
La semana pasada, Bernardo escuchó a su madre. Maryane recibió una llamada del hospital el martes y se enteró de que su hijo finalmente podría irse a casa. Eufórica, llamó a su madre, avisó a su marido. Cambió las colchas de la cuna una vez más y, antes de salir hacia el hospital, tomó la pequeña bolsa que había preparado para ese momento. Esta vez, pudo ir al ala donde estaba Bernardo. Cuando lo vio a través de una puerta entreabierta, gritó: “¡Es mi bebé! ¿Puedo sostenerlo?”. Las enfermeras le pidieron que esperara a que le colocasen una ropita amarilla que había traído. Solo entonces Maryane pudo sostener a su hijo por primera vez. “Dios mío, era tan pequeño que pensé: ¿podré sostenerlo sin que se rompa? Ahora que ya hace una semana que está en casa, veo que no es tan frágil como me imaginaba. Es un guerrero”, dice la madre.
La experiencia de Maryane con la maternidad aún está lejos de ser normal. A diferencia de su primer hijo, apenas puede recibir la visita de sus familiares para evitar contagios. Ocasionalmente, cuando su marido o ella necesitan salir para hacer algún recado esencial, los vecinos le preguntan si ya ha podido traerse el niño a casa. “Es tan tranquilo, es una bendición. Se pasa el día durmiendo, se despierta y vuelve a dormirse. Los vecinos preguntan si ya está aquí porque ni siquiera lo oyen llorar”, se ríe la madre.
“Solo descubrí que estaba embarazada a los tres meses. Casi no he podido disfrutar de la sensación de estar embarazada, y él ha nacido en medio de todo. Para mí, es como que hubiera nacido el día en que llegó a casa, el día de nuestro primer encuentro”, dice.
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