El 14 de mayo de 1962 en Atenas, el futuro rey de España se casaba con Sofía, princesa de Grecia. No fue un camino fácil. Los novios habían estado enamorados de otras personas y cuando se decidieron a dar el sí tuvieron que hacerlo cuatro veces
Por Infobae
En 1954 no existía internet, no había teléfonos celulares y mucho menos aplicaciones para conseguir casi todo incluso pareja. Lo que sí ya existía en aquellos tiempos (como en estos) eran las Celestinas, esas personas especialistas en facilitar encuentros y citas amorosas. La reina Federica de Grecia era una de ellas.
La guerra había separado a las familias reales y los príncipes y princesas en edad de noviar no encontraban lugares para… encontrarse. En tiempos de vacas flacas, con las bodas, los viajes protocolares y los banquetes suspendidos era imposible que muchachos y muchachas nacidos con coronita se conocieran. A Federica entonces se le ocurrió una idea que permitiría, por un lado, revitalizar el turismo por su país y, por otro, que Cupido cumpliera con su misión.
El armador griego Eugínides le pidió que amadrinara el Agamenón, su barco y para que la reina aceptara le ofreció un broche de brillantes.
Federica le contestó que no, que muchas gracias y que tenía una idea mejor. Le pidió organizar un crucero por el Egeo con los jóvenes solteros de las familias reales europeas reinantes o sin trono. Así fue como el 22 de agosto de 1954 zarpó el exclusivo crucero que durante 13 días visitó Corfú, Mykonos, Santorini, Creta. Los royals recorrieron las ruinas minoicas, conocieron el monte Olimpo y por la noche disfrutaron de bailes en la cubierta.
Entre los invitados estaba Juan Carlos o don Juanito con su incierto destino al trono español. Le correspondía por cuna, pero su país vivía bajo los designios del dictador Franco quien no había decidido si lo dejaría reinar. Entre las muchachas se encontraba Sofía, la hija mayor de la anfitriona y también con destino incierto de reina ya que la Guerra Civil en su país los había llevado al exilio.
Sofía tenía 15, Juanito 16. No hubo flechazo. A ella le pareció un “chico lindo y joven. Simpático, bromista e incluso un poco gamberro”. Él intentó hablarle pero la comunicación era imposible. Ella no hablaba español, Juanito no sabía una palabra en griego. Intentaron comunicarse en inglés. Sofía era bilingüe, Juan Carlos apenas salía del “the pencil is blue”. En un momento ella le contó que estaba aprendiendo judo, él no le creyó. La muchachita tímida lo tomó de la mano y lo tiró al suelo con una certera toma.
Quizá porque no pudieron comunicarse es que ambos pusieron su atención en otros. Sofía posó su mirada en Harald de Noruega, pero él estaba enamoradísimo de Sonia Haraldsen con la que un tiempo después se casó. Juanito en cambio quedó fascinado con María Gabriela de Saboya, la hermosa hija del último rey de Italia, Umberto II.
El español conocía a la italiana de cuando ambas familias vivían exiliadas en Portugal. Eran amigos de la infancia, compinches de la adolescencia y fueron primeros novios de la juventud. Se querían pero la relación no prosperó porque la familia de Juan Carlos consideraba a la candidata demasiado moderna. Es que la muchacha estudiaba no economía doméstica sino Filosofía y en París. Siguió Olguina de Robilant, una condesa italiana, cuatro años mayor, con la que empezó a noviar. La muchacha era alegre, bromista y… escandalosa. Cuando cumplió 25 fue acusada de organizar su cumpleaños con una orgía. Al tiempo quedó embarazada. Los rumores decían que la niña que esperaba era de Don Juan Carlos, ella lo desmintió pero nunca reveló el nombre del padre.
Mientras Juan Carlos noviaba, Sofía seguía sola. En 1960, coincidieron en los Juegos Olímpicos de Roma. Se alojaron en el mismo hotel, en Nápoles, y asistieron a alguna regata donde se los veía más interesados por lo que sucedía en el agua que por lo que podían sentir en la tierra.
No sabemos si Cupido o el destino andaban dormidos, pero en 1961 parece que ambos se despertaron. El 8 de junio, en la boda de los duques de Kent, lady Katharine Worsley y Eduardo, el protocolo indicó que Sofía y Juanito debían compartir mesa. “Le tenía por gamberro, pero esa noche me di cuenta de que tenía una hondura que no sospechaba. Al final me sacó a bailar, un fox lento. Bailamos despacito y en silencio”, recordaría ella muchos años después. Al otro día pasearon por Londres, fueron al cine y tomaron té en el Savoy. La indiferencia pasó a ser atracción.
La reina Federica volvió a ponerse el traje de Celestina. Invitó a los padres de Juan Carlos, con hijo incluido, a pasar unas vacaciones en la isla griega de Corfú.
En septiembre llegó el compromiso. Juan Carlos no fue muy romántico pero sí original. Nada de arrodillarse ante ella ni organizar una cena apasionada. Le lanzó una coqueta cajita al grito de: “Sofi, tómalo”. Dentro había un anillo de compromiso. “Amo a la princesa Sofía desde el primer momento en que la vi. Es una de las pocas mujeres que conozco capaz de llevar con toda dignidad una Corona Real”. De lo segundo nadie dudó, de lo primero, no tanto.
Cuando ´parecía que el cuento de hadas comenzaba, lo que comenzaron fueron los problemas. El dictador Francisco Franco, que en España dictaminaba desde qué nombre llevaban los niños, qué películas se veían, qué libros se leían y sobre todo quiénes vivían, morían o estaban muertos en vida, debía aprobar a la novia.
“Ya sabe que no tiene que casarse con una princesa… Pues en España hay no pocas muchachas que, sin ser personas reales, merecen un trono”, dicen que dijo al enterarse de la candidata. El entonces Conde de Barcelona, padre del novio, tampoco estaba del todo convencido con esa muchacha que, aunque de familia real, no hablaba una sola palabra en castellano ni tenía idea de toreros, zarzuelas o jamones. Sin embargo, le parecía la más adecuada para ser reina por eso le avisó a Franco de la boda cuando todo estaba acordado. Quedaba claro que lo prioritario era que el heredero eligiera una mujer adecuada más que amada.
El segundo gran problema fue la religión. Sofía era ortodoxa y Juan Carlos, católico. La madre de la novia prometió la conversión de su hija pero luego de la boda. El padre del novio insistía en que su hijo solo se casaría por el rito católico.
El 11 de abril de 1962, un mes antes de la fecha fijada para la boda, Sofía fue a buscar a su prometido al aeropuerto de Atenas pero él no bajó del avión. La novia se puso a llorar. Las familias buscaron una solución que conformara a todos.
El asunto era un verdadero problema internacional donde tuvo que intervenir el mismísimo Papa. En el Vaticano estaba Juan XXlll, el Papa bueno que dio su aprobación, siempre y cuando se celebrara una boda católica y otra ortodoxa. Así los contrayentes se casarían cuatro veces -si lector leyó bien, cuatro veces- dos bodas religiosas en iglesias distintas, y dos civiles, una para el registro griego y otra para el español. Imagine el lector la presión, si es difícil casarse una vez, ellos debían hacerlo cuatro y el mismo día.
Con la aprobación de Franco y las ceremonias acordadas parecía que por fin la boda se celebraba. Una semana antes, don Juan Carlos resbaló en el palacio real de Atenas. ¡Oh no! habrá exclamado Sofía. Solo fue un susto y aunque el novio estuvo varios días con un brazo en cabestrillo no le impediría firmar el acta matrimonial.
El 14 de mayo de 1962, se celebró el enlace en Atenas. Asistieron 143 miembros de 27 monarquías que -literalmente- se la pasaron a las corridas y no de toros pero sí de los novios.
La jornada empezó a las diez de la mañana en la catedral de San Dionisio y por el ritual católico. Cuarenta y nueve mil claveles rojos y amarillos decoraban el templo como recuerdo de la patria lejana o un sutil modo de mostrar cuál corona era la más poderosa. Los novios pronunciaron el “ne, thelo” (“sí, quiero”) ante el arzobispo Benedicto Printesi. Sofía lucía vestido en lame plateado, velo de encaje y en su cabeza la tira prusiana, la misma que llevaría su nuera, Doña Letizia en su boda con el hoy rey Felipe. La ceremonia fue corta y sencilla, se sabe que las bodas católicas suelen ser algo aburridas ya que los contrayentes apenas participan.
De la iglesia, novios e invitados corrieron al al palacio real, donde firmaron el acta para el Registro Civil español y descansaron un cuarto de hora.
De allí el cortejo volvió a movilizarse en dirección a la catedral de la Anunciación de Santa María, donde se celebró el enlace ortodoxo, mucho más largo, pomposo y concurrido. Se realizó la imposición de coronas entre ambos contrayentes y el novio bailó la tradicional danza de Isaías que implica dar tres vueltas al altar.
Una vez terminada la celebración regresaron a palacio, donde la pareja firmó su acta matrimonial civil griega ante el alcalde de Atenas y el presidente del Consejo de Estado griego. Desde entonces conservan un récord: son la única pareja real que pronunció el “sí quiero” en tres lenguas distintas: castellano, griego y latín.
Después del cuarto sí, hubo un recorrido de los recién casados por las calles de Atenas en una carroza fabricada en 1875 para la coronación del rey Enrique V, y para terminar un banquete en el palacio real de Atenas. La torta nupcial no llevó la clásica figurita de los novios sino una corona real. Lo que parecía un detalle quizá era una advertencia: antes que pareja ellos eran reyes.
Mientras la boda atraía la curiosidad del mundo y se transmitía por televisión en colores por distintos países, los españoles apenas sabían que se casaba Juanito. Es que Franco no quería nada que les recordara a sus compatriotas la existencia de alguna otra posibilidad de gobierno que no fuera la suya y sobre todo, él. Por eso, impuso una dura censura sobre las imágenes de la boda. El dictador no asistió a la celebración y mandó un representante: el Ministro de Marina. Más allá de su indiferencia por la boda, Franco nunca salía de la península salvo cuando se entrevistó con Benito Mussolini y un encuentro con Adolf Hitler. Así que con semejantes antecedentes, quizás los borbones respiraron aliviados al no contarlo entre los invitados.
La televisión transmitió muy pocas imágenes y en blanco y negro. Se eliminaron todos los planos donde se veían a los padres del novio, don Juan y doña María de las Mercedes. Los diarios apenas le dedicaron algunas líneas al evento y solo la tradicional revista especialista en realeza editó un número especial pero cuidando los textos con una minuciosidad ya no de editor sino de equilibrista. Es que Franco no tenía decidido si ese príncipe de sangre real española lo sucedería así que mejor no meterse en problemas.
Después de sus cuatro bodas, Juan Carlos y Sofía tuvieron tiempo de recuperarse porque comenzaron una luna de miel que duró seis meses. Empezaron en Spetsopoula, una isla privada que les cedió el magnate griego Stavros Niarchos y recorrieron diferentes puntos alrededor del mundo. El viaje incluyó una visita a Washington donde los recibió el presidente John F. Kennedy en un ostensible gesto de aprobación a la pareja y desaprobación a Franco.
De nuevo en España, por decisión oficial, se instalaron en el palacio de la Zarzuela donde enfrentaron una de las peores situaciones para matrimonios reales o plebeyos: el aburrimiento. Sin obligaciones, sin reuniones, ni actividades aunque sea protocolares, el tedio era lo cotidiano. Comenzaron a visitar fábricas, ferias, participar en bautismos y asistir a misas. El objetivo era darse a conocer como los Reyes de España a la muerte del dictador.
Sofía no hablaba español, apenas farfullaba algunas frases sueltas y se propuso aprender la lengua. Nunca logró dominarla del todo. Si bien sus construcciones gramaticales son perfectas conserva un fuerte acento germano. A sus hijos les hablaba en inglés, idioma que maneja de modo natural por vivir su infancia en el exilio sudafricano.
Cincuenta y nueve años después de aquellas cuatro bodas, Juan Carlos y Sofía siguen rumbos separados.
Juan Carlos demostró ser un rey tan valioso como un marido espantoso. Como monarca facilitó la transición democrática y desarticuló el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Como marido empezó a hacer de las suyas y las infidelidades primero disimuladas y luego abiertas fueron primero frecuentes y luego, escandalosas y siempre para Sofía, humillantes.
La reina siguió cumpliendo sus deberes protocolares. Se volcó a las actividades de caridad y al cuidado de sus hijos, luego de sus nietos. Conserva su elegancia y ese porte que viene por ser princesa pero con el tiempo su mirada se llenó de esa tristeza, de esa que viene cuando tu vida es como es pero no como querías que sea. Más que al lado de su marido permaneció al lado de sus deberes con la Corona.
Casi seis décadas después de los cuatro sí, quizá como mortales, hoy le dirían no al matrimonio y sí al divorcio. Pero como reyes saben que aunque pueden decidir sobre su país, jamás sobre sus vidas.
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